Una vez me enamoré de quien no debía. Se llamaba Betty y era cantante country. Vestía igual fuera que sobre el escenario y recorría el sur de Estados Unidos con su guitarra de garito en garito. Coincidí con ella en un motel de Texas y quedé tan impresionado que decidí seguirla allá donde fuera mientras duraban mis vacaciones. Fueron tres semanas dedicadas a ella vertical y horizontalmente. Disfruté como nunca.
Aunque estaba completamente enamorado, y enajenado, en el avión de vuelta a Madrid pensé que, en el fondo, era mejor olvidarla. No estaba seguro de que sus eructos después de cada trago ni su manera de abrir las cervezas con los dientes fueran la mejor forma de ganarse el cariño de mis padres.