Los libros de viejo son como botellas con mensajes en su interior lanzadas al mar, para que la suerte de las mareas dicte destino. En oscuras librerías de Burdeos, en almacenes húmedos del extrarradio barcelonés, entre ratas y revistas pornográficas; en librerías de casas vacías del barrio de Salamanca, en bares modernos de Berlín, donde juegan el papel de meros objetos decorativos… los libros usados, nunca más vírgenes, algunos modestos y maltrechos, hijos de las ediciones de quiosco, otros de lomos gruesos y aristocráticos, resisten el paso de los años con la esperanza de que algún día alguien les rescate de esa condena al olvido, haciéndoles sentir, al menos por unas horas, de nuevo importantes.
Cuando entro una librería de viejo y veo todos esos tomos que custodian miles de historias, aromas, y secretos escondidos entre sus páginas, no puedo pasar por alto sus gritos desesperados de socorro, el eco de las inclusas literarias. De vez en cuando, rescato unos volúmenes, cada vez menos: la falta de espacio apremia.
Hace unos días compré a buen precio una cuidada edición de La Tournée de Dios, de Enriqe Jardiel Poncela en una librería, nueva, junto al hospital clínico. No tuve tiempo a hojearlo, llegaba tarde a una comida, pero no pude evitar la tentación de repasar mi última adquisición en el primer semáforo que me barró el paso.
En seguida encontré un pequeño tesoro: un viejo carnet de color rosa de viajes metropolitanos y una tarjeta de la tienda “Foto Cine Gavá. Laboratorio color y negro”, sita en la calle Montserrat, 97 de esa localidad, y con el número de teléfono 3620165. Esa tarjeta, con forma de calendario de bolsillo, con una foto frontal de un perro y un gato sobre unas cajas envueltas para regalos, contenía dos tablas con la velocidad necesaria y el diafragma para tomar fotografías con cierto éxito. La primera, para “lograr buenas fotos con película de 21º din”; la segunda tabla ofrecía consejos para fotografías con flash.
Tanto esta tarjeta como el billete de transporte metropolitano se hallaban escondidos en el pliego de las páginas 60 y 61, donde llama la atención el subrayado del siguiente párrafo: “La besó largamente, con un beso que hizo temblar sus piernas y que a Natalia medio la dejó sin sentido. Los dientes de él quedaron clavados en los labios de ella. Fue como si en un sello de lacre se grabase la huella de unas armas nobiliarias”.
La presencia de esa vieja tarjeta de metro en perfecto estado, todavía con algunos de sus viajes por gastar, y la tarjeta de la tienda de Gavá, me llevan a pensar que el dueño del libro no quiso o no pudo leer más allá de aquella página o, al menos, la marcó por algo que le llamó la atención.
Huelo el libro, manoseo sus hojas de incipiente color gualda, repaso las manchas de la portada de tapas duras, con diseño de Noguera, de la edición que lanzó Círculo de Lectores en 1977, y caigo en un interrogatorio sin fin. En ninguno de los dos documentos aparece una fecha que pueda situarlos en el tiempo. ¿Por qué el lector dejo el ticket de transporte en esa página? ¿Se cruzó algo (un infortunio) o alguien en su vida que le hizo perder el interés en la obra de Jardiel Poncela? ¿Vivía en Gavá o, simplemente, trabajaba en ese pueblo convertido en ciudad dormitorio? ¿Cómo llegó esa obra a una librería de viejo del ensanche? ¿Soy yo la primera persona que lo tiene en sus manos desde que el libro fue abandonado? ¿Qué trayectos realizaba el lector con esa tarjeta de transporte público? ¿Está vivo? ¿Reside en Barcelona? ¿En Gavá? ¿Sigue leyendo?
Los libros de viejo son como viejas botellas repletas de mensajes lanzados al mar.
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