Cuando yo era pequeño, mi abuelo me regaló unos guantes de boxeo. Para estrenarlos, se arrodilló frente a mí para simular un combate. Nada más empezar, calculé mal las distancias y con el primer gancho de izquierdas le rompí la dentadura postiza. Yo, que hasta entonces desconocía la existencia de ése tipo de prótesis, salí corriendo despavorido por el pasillo cuando vi los dientes en el suelo. Jamás he vuelto a ponerme aquellos guantes. Ahora, cuando los miró me acuerdo de mi abuelo. Nunca me guardó rencor, pero cada vez que me acercaba a él se ponía en guardia.