No tengo muy buen recuerdo del primer beso serio que di a una chica. A los nervios del momento había que sumar que a mí en realidad me gustaba su amiga. El caso es que una tarde nos besamos. Fue un beso tan largo que tuve que abrir los ojos un segundo para comprobar si todo seguía en orden o si se había muerto ahogada. Al hacerlo, comprobé con horror que ella me miraba fijamente. Desde entonces he tenido manía a las mujeres que besan con los ojos abiertos. No sé, no me fío de ellas. A mí, honestamente, sólo me gustan las que cierran los ojos y dejan la boca ligeramente abierta; tampoco mucho, sólo un poco, lo justo para entrar y jugar.