"No sabía a donde ir excepto a todas partes" (On the Road de Jack Kerouac)
1
Ya es primavera. Eso dicen. Mi nariz está roja y no paro de estornudar, así que deben tener razón. Olvidé las pastillas para la alergia cuando me fui de casa de mis padres hace tres meses. Es la tercera vez que me independizo en 30 años. No es una mala media. Podría bajar a la farmacia a comprar una caja de pastillas nueva pero no recuerdo cómo se llaman y no quiero telefonear a mi madre para preguntárselo. La semana pasada fue su cumpleaños y olvidé felicitarla. Yo olvido muchas cosas. Olvido sacar la ropa de la lavadora. Olvido destender la ropa cuando ya está seca. Olvido el color de los ojos de mis novios. Así que no voy a llamar a mi madre para que me reproche no haberla llamado por su cumpleaños pero sí para preguntarle el nombre de las pastillas para la alergia. Hace sol. Llevo gafas de pasta, americana y la camiseta que siempre te gustó tanto.
2
Odio andar por las calles de Barcelona en invierno o los días que llueve. En cambio, cuando llega la primavera y sale el sol, como hoy, podría pasar horas caminando. Podría pasear por toda la ciudad sin rumbo fijo. Es lo más parecido a la felicidad que conozco junto a los caramelos de miel que me daba mi abuela, una canción de Rabbit! que se llama Great Is Better o esos momentos en los que te tumbabas desnudo encima de mí justo antes de que nos durmiéramos.
Caminar sin prisa te abre los ojos. Todas las personas que se cruzan contigo parecen personajes de una novela de John Steinbeck. Con sus frases cortadas al pasar, su ropa, sus actitudes. Paro en una frutería y me compro una manzana roja. La froto en mi pecho, lo he visto en las películas. La muerdo. Está buena. Dejo de estornudar por un rato aunque me sigue picando la nariz. Bajo por la calle Viladomat hacia Sant Antoni. Paso delante del polideportivo por el que paso todas las mañanas para ir a trabajar. Hoy no voy a trabajar, la empresa me debe días, pero el tío que siempre me encuentro limpiando la acera está ahí, frotando el suelo con lejía, como de costumbre. Este hombre limpia las cagadas de paloma de delante del polideportivo todos los días. En lugar de buscar la forma de que las palomas no se posen en la fachada para que no se caguen, el tío limpia cada día la mierda con el ansia de la primera vez. Se tira horas hasta dejar la acera impoluta. Pero al día siguiente se lo encuentra todo cagado de nuevo. Y vuelta a empezar. Siento que hay algo de mí en este triste limpiador. Me pasé un año haciendo lo mismo para salvar nuestra relación, pero nunca se me ocurrió eso de ir al origen del problema. Por eso las cosas me van como me van.
3
Cada dos calles, hay un contendor de basura y en todos y cada uno de ellos hay una persona rebuscando en su interior. Esto antes no pasaba. Hace sol. No arruinéis mi día, gente pobre. Son personas de todas las edades y nacionalidades. Gente de apariencia normal, bien vestida. La crisis. Me arrepiento de no haber cogido la cámara de fotos. En el cruce de Viladomat con Consell de Cent me acerco al contenedor a tirar el corazón de mi manzana. Cuando estoy a un paso de él, se abre solo desde dentro y aparece una cabeza.
—Hola. Vengo a tirar esto.
—Hola. ¡Qué sorpresa!
—Disculpa, ¿nos conocemos?
Es una chica rubia con la que hice teatro hace muchos años. Está igual. Un poco más delgada. Tiene la cara sucia de buscar en la basura. Coge lo que queda de mi manzana y le da un mordisco.
—Hoy en día uno tiene que buscarse la vida como puede.
—Ya veo, ya.
—Tienes la nariz roja.
Y tú negra.
Me da pena verla ahí metida. Llevo 30 euros en el bolsillo y algunas monedas. Dudo si darle algo.
—¿Y cómo te va el teatro? —me dice.
—Bien. Bueno... ahora me dedico más a escribir.
Se rasca el cuello. Sus manos están negras. Sus uñas están negras.
—¿Escribir? Muy bien, ¿no?
—Sí
—¿Y qué escribes?
—No sé. Cosas.
—Ah.
—¿Y a ti cómo te va el grupo de música?
—Pues, lo dejé.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Antes me molaba escribir canciones para abrirle los ojos a la gente. Letras sobre el mundo en que vivimos, sobre lo injusto que es y lo podrido que está el sistema. Me molaba decirles las cosas para hacerles reflexionar. Pero ya no le veo ningún sentido.
—¿Por qué?
—Porque lo que yo tengo que decir, ahora ya lo sabe todo el mundo.
Me despido de ella evitando tocarla y le deseo suerte.
4
Llego finalmente al café Federal, en la calle Parlament esquina Comte Borrell, donde me esperan dos amigos norteamericanos para hacer un brunch. Nos sentamos en una esquina, dejamos nuestros tres iPhone sobre la mesa. Pido un cruasán con jamón y queso fundido y una infusión de limón y jengibre.
—Tienes la nariz roja.
—Lo sé.
Uno de mis amigos pide lo mismo que yo. El otro pide un Bloody Mary. «Me gustaría morir con un Bloody Mary en una mano y un cigarrillo en la otra», dice. Son las once de la mañana. Hablamos de chicos, de política, de malas experiencias y de literatura. De pronto, uno de ellos dice:
—Me encanta vivir en Barcelona. Siempre había soñado con vivir aquí y mírame. Aquí estoy. Cumpliendo mi sueño.
—Eso está muy bien —digo.
—¿Y tú? ¿Eres feliz aquí? —me preguntan.
—Pues... No lo sé.
—Si no lo sabes es que no lo eres.
—Es posible.
Doy un sorbo a mi infusión de jengibre. Está demasiado caliente.
—¿Y cuál es la ciudad de tus sueños?
La respuesta es sencilla porque siempre respondo lo mismo.
—Barcelona.
Tras un breve silencio, los dos se ríen.
—¡Qué suerte haber nacido en la ciudad de tus sueños!
—Te equivocas —digo—. Es una desgracia.
—¿Qué quieres decir?
—Que yo siempre he soñado con Barcelona, igual que vosotros. El problema es que ya estoy aquí.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que la Barcelona con que yo sueño, no existe.