Cuando arremeto contra el cristianismo valiéndome de ejemplos de las atrocidades de los inquisidores, de su antisemitismo, de su machismo, de sus guerras de religión, de su injerencia en las leyes civiles, de su vergonzosa riqueza acumulada a fuerza de fuego y sangre, de su oposición al progreso, a los avances científicos, a las libertades civiles, a la justicia, a la verdad y etc, etc, etc, muchos cristianos me reprochan "¿pero por esos errores vas a condenar a toooooooooodo el cristianismo?", a lo que yo respondo: "¿pero es que los cristianos han hecho algo más aparte de esos errores?" (nota: "rezar" y "predicar" no es "hacer algo").
Cuando arremeto contra el comunismo valiéndome de ejemplos de los crímenes de los jemeres rojos, los maoístas, los regímenes europeos satélites de la URSS y, sobre todo, del estalinismo (el más asesino de los regímenes políticos del siglo XX: entre 10M y 30M de muertes según las fuentes más conservadoras), muchos comunistas me reprochan "¿pero por esos errores vas a condenar a tooooooooooooodo el comunismo?", a lo que yo respondo:
"¡vete a la mierda!".
Es que ya cansa. Solamente me dejan en paz cuando arremeto contra los fascitas y lo islamistas (menos mal).
Así que hoy, dedicado a todos esos estalinistas nostálgicos que todavía pululan por nuestro planeta, les voy a contar un pequeño y anecdótico asesinato de papá Stalin: el asesinato de un español llamado Pepe Robles. Anecdótico para las cifras estalinianas porque para su esposa y sus dos hijos supuso la peor tragedia de sus vidas.
El gallego José Robles Pazos era un joven de familia acomodada. Un intelectual culto e inteligente que, obviamente, era de izquierdas, como todos los intelectuales cultos e inteligentes que han pasado por nuestro planeta. Un invierno de 1916, Pepe Robles compartió viaje a Toledo con un joven estudiante norteamericano llamado John Dos Passos (¿les suena el nombre?). Entre ellos se fraguó, desde entonces, una estrecha amistad que llevaría a Pepe Robles a convertirse en el traductor al español de la obra de Dos Passos.
Veinte años después, John Dos Passos volvía a España a encontrarse con otro de sus grandes amigos: Ernest Hemingway. Juntos iban a participar en el guión de un documental propagandísitico en apoyo del bando republicano titulado "Tierra española" (1937, Joris Ivens, que pueden ver aquí). Dos Passos tendría así la ocasión de reencontrarse con su buen amigo Pepe Robles quien, pese a trabajar en Baltimore como profesor universitario, había puesto sus habilidades literarias y conocimientos del ruso al servicio del Gobierno de la República trabajando como traductor para el Ministerio de la Guerra y la embajada soviética.
Pero John Dos Passos nunca volvió a ver a su amigo: el teniente coronel José Robles Pazos había desaparecido...
Y desaparecer en el lado republicano, podía equivaler, entre otras terribles opciones, a ser asesinado por la policía secreta de Stalin: el NKVD. Así sucedió en el caso de José Robles Pazos. Los motivos del asesinato no están claros pero estos dos que les voy a decir a continuación (o la combinación de ambos) son los que parecen más probables:
1.- José Robles Pazos pudo ser ejecutado debido a una indiscreción suya durante una de sus habituales y vespertinas tertulias de cafetería. Los rumores apuntaron que José Robles habría podido desvelar las verdaderas intenciones de los comunistas soviéticos: el aniquilamiento de la CNT (anarquistas) y del POUM (marxistas). Y sí, efectivamente, los comunistas presionaron al gobierno de la República y colaboraron en el aniquilamiento de la CNT y el POUM.
2.- José Robles Pazos fue ejecutado acusado (falsamente) de espía fascista (la acusación estándar estaliniana). El motivo: dar una excusa a Stalin para poder ejecutar al jefe de Robles, el general Vladimir Gorev, agregado militar soviético y uno de los héroes de la Batalla de Madrid. Y sí, efectivamente, Gorev fue ejecutado nada más regresar a Moscú en 1938, víctima de la "Gran Purga" de papá Stalin (700.000 muertos de una tacada).
Cuando John Dos Passos se lamentó amargamente ante Ernest Hemingway por el asesinato de Pepe Robles, el autor de Por quién doblan las campanas le respondió: "¿Qué es la vida de un hombre en un momento como éste?. No debemos permitir que nuestros sentimientos personales nos dominen…".
No sé lo que le respondió John Dos Passos aunque sí sabemos que ése fue el punto y final de su amistad con "Hem".
Y yo pregunto: ¿de qué sirve servir a una causa justa en la que se cometen injusticias?.
Así que por mí se pueden ir a la mierda todos los cristianos, fascitas, islamistas y comunistas del mundo pretérito y presente, servidores de abstractas causas justas que, en realidad, han costado (y cuestan) las vidas de millones de inocentes.
¿Les ha interesado la historia?. Pueden aprender más en la estupenda novela
"Enterrar a los Muertos", de mi paisano Ignacio Martínez de Pisón.
Luis Sanz
Estoy de acuerdo con la censura que se hace en su página a toda la corrupción y violencia independientemente de su color ideológico. Pero quizá hay excesivos prejuicios que hacen perder fuerza a los razonamientos. Yo soy católico. Entiendo hasta cierta parte las críticas hacia nosotros. Pero antes, durante y después de los tiempos más oscuros del catolicismo, siempre ha habido un cristianismo auténtico, el de los seguidores de Cristo (que también son iglesia). Por desgracia, no hay un sólo movimiento o asociación humana en la que, a causa de nuestra propia naturaleza, no haya mal y corrupción. Esto jamás cambiará. El hombre es capaz de corromper cualquier cosa en la que participe, por elevada que sea. Pero no se puede ser injusto con quien no lo merece, en todas partes hay muy buena gente que lucha por altos ideales.
Adjunto el pregón de Pilar Rahola para el día del Domund. Confieso que este pregón me ha sorprendido. Espero que sirva de inspiración así como para ampliar miras:
Texto del pregón del Domund 2016 pronunciado por Pilar Rahola en la Sagrada Familia de Barcelona
Excelentísimo Sr. Arzobispo Juan José Omella,
monseñores,
autoridades,
amigas y amigos:
No puedo empezar este pregón sin compartir los sentimientos que, en este preciso momento, me tienen el corazón en un puño. Estoy en la Sagrada Familia, donde, como decía el poeta Joan Maragall, se fragua un mundo nuevo, el mundo de la paz. Y estoy aquí porque he recibido el inmerecido honor de ser la pregonera de un grandioso acto de amor que, en nombre de Dios, nos permite creer en el ser humano. Si me disculpan la sinceridad, pocas veces me he sentido tan apelada por la responsabilidad y, al mismo tiempo, tan emocionada por la confianza.
No soy creyente, aunque algún buen amigo me dice que soy la no creyente más creyente que conoce. Pero tengo que ser sincera, porque, aunque me conmueve la espiritualidad que percibo en un lugar santo como este y admiro profundamente la elevada trascendencia que late el corazón de los creyentes, Dios me resulta un concepto huidizo y esquivo. Sin embargo, esta dificultad para entender la divinidad no me impide ver a Dios en cada acto solidario, en cada gesto de entrega y estima al prójimo que realizan tantos creyentes, precisamente porque creen. ¡Qué idea luminosa, qué ideal tan elevado sacude la vida de miles de personas que un día deciden salir de su casa, cruzar fronteras y horizontes, y aterrizar en los lugares más abandonados del mundo, en aquellos agujeros negros del planeta que no salen ni en los mapas! ¡Qué revuelta interior tienen que vivir, qué grandeza de alma deben de tener, mujeres y hombres de fe, qué amor a Dios que los lleva a entregar la vida al servicio de la humanidad! No imagino ninguna revolución más pacífica ni ningún hito más grandioso.
Vivimos tiempos convulsos, que nos han dejado dañados en las creencias, huérfanos de ideologías y perdidos en laberintos de dudas y miedos. Somos una humanidad frágil y asustada que camina en la niebla, casi siempre sin brújula. En este momento de desconcierto, amenazados por ideologías totalitarias y afanes desaforados de consumo y por el vaciado de valores, el comportamiento de estos creyentes, que entienden a Dios como una inspiración de amor y de entrega, es un faro de luz, ciertamente, en la tiniebla.
Hablo de ellos, de los misioneros, y esta palabra tan antigua como la propia fe cristiana —no en vano los cristianos empezaron a salir de su tierra, para ir a la tierra de todos, desde los principios de los tiempos—, esta palabra, decía, ha sido ensuciada muchas veces, arrastrada por el fango del desprecio. Es cierto que los misioneros tienen un doble deseo, una doble misión: son portadores de la palabra cristiana y, a la vez, servidores de las necesidades humanas. Es decir, ayudan y evangelizan, y pongo el acento en este último verbo, porque es el que ha sufrido los ataques más furibundos, sobre todo por parte de las ideologías que se sienten incómodas con la solidaridad, cuando se hace en nombre de Cristo. De esta incomodidad atávica, nace el desprecio de muchos.
Es evidente que las críticas históricas a determinadas prácticas en nombre de la evangelización son pertinentes y necesarias. Estoy convencida, leyendo el Nuevo Testamento, de que el mismo Jesús las rechazaría. Pero no estamos en la Edad Media, ni hace siglos, cuando, en nombre del Dios cristiano, se perpetraron acciones poco cristianas. Desgraciadamente, el nombre de todos los dioses se usa en vano para hacer el mal, y este hecho tan humano tiene muy poco que ver con la idea trascendente de la divinidad. Pero, al mismo tiempo, hay que poner en valor la entrega de miles y miles de cristianos que, a lo largo de los siglos, han hecho un trabajo de evangelización, convencidos de que difundir los valores fraternales, la humildad, la entrega, la paz, el diálogo, difundir, pues, los valores del mensaje de Jesús, era bueno para la humanidad. Si es pertinente hacer proselitismo político, cuando quien lo hace cree que defiende una ideología que mejorará el mundo, ¿por qué no ha de ser pertinente llevar la palabra de un Dios luminoso y bondadoso, que también aspira a mejorar el mundo? ¿Por qué, me pregunto —y es una pregunta retórica—, hacer propaganda ideológica es correcto, y evangelizar no lo es? Es decir, ¿por qué ir a ayudar al prójimo es correcto cuando se hace en nombre de un ideal terrenal, y no lo es cuando se hace en nombre de un ideal espiritual? Y me permito la osadía de responder: porque los que lo rechazan lo hacen también por motivos ideológicos y no por posiciones éticas.
Quiero decir, pues, desde mi condición de no creyente: la misión de evangelizar es, también, una misión de servicio al ser humano, sea cual sea su condición, identidad, cultura, idioma…, porque los valores cristianos son valores universales que entroncan directamente con los derechos humanos. Por supuesto, me refiero a la palabra de Dios como fuente de bondad y de paz, y no al uso de Dios como idea de poder y de imposición. Pero, con esta salvedad pertinente, el mensaje cristiano, especialmente en un tiempo de falta de valores sólidos y trascendentes, es una poderosa herramienta, transgresora y revolucionaria; la revolución del que no quiere matar a nadie, sino salvar a todos.
Permítanme que lo explicite una manera gráfica: si la humanidad se redujera a una isla con un centenar de personas, sin ningún libro, ni ninguna escuela, ni ningún conocimiento, pero se hubiera salvado el texto de los Diez Mandamientos, podríamos volver a levantar la civilización moderna. Todo está allí: amarás al prójimo como a ti mismo, no robarás, no matarás, no hablarás en falso…; ¡la salida de la jungla, el ideal de la convivencia! De hecho, si me disculpan la broma, solo sería necesario que los políticos aplicaran las leyes del catecismo para que no hubiera corrupción ni falsedad ni falta de escrúpulos. El catecismo, sin duda, es el programa político más sólido y fiable que podamos imaginar.
Y de la idea menospreciada, criticada y tan a menudo rechazada de la evangelización, a otro concepto igualmente demonizado: el concepto de la caridad. ¿Cuántas personas de bien que se sienten implicadas en la idea progresista de la solidaridad, y alaban las bondades indiscutibles que la motivan, no soportan, en cambio, el concepto de la caridad cristiana? Y uso el término con todas sus letras: caridad cristiana, consciente de cómo molesta esa motivación en determinados ambientes ideológicos. Sin embargo, esta idea, que personalmente encuentro luminosa, pero que otros consideran paternalista e incluso prepotente, ha sido el sentimiento que ha motivado a millones de cristianos, a lo largo de los siglos, a servir a los demás. Y cuando hablamos de los demás, hablamos de servir a los desarraigados, a los olvidados, a los perdidos, a los marginados, a los enfermos, a los invisibles. ¡Quiénes somos nosotros, gente acomodada en nuestra feliz ética laica, para poner en cuestión la moral religiosa, que tanto bien ha hecho a la humanidad! La caridad cristiana ha sido el sentimiento pionero que ha sacudido la conciencia de muchos creyentes, decididos a entregar la vida propia para mejorar la vida de todos.
Y no me refiero solo a los misioneros actuales, a los más de quinientos catalanes, o a los casi trece mil de todo el Estado, repartidos por todo el mundo, allí donde hay necesidad más extrema, sino también a aquellos lejanos cristianos que, por amor a su fe, protagonizaron gestas heroicas. ¿Qué podemos decir, por ejemplo, de los mercedarios que se intercambiaban por personas que estaban presas en tierras musulmanas, como acto sublime de sacrificio propio, en favor de los demás? El mismo ideal espiritual que motivaba a san Serapión a ir hasta el Magreb, entrar en la prisión de un sultán y liberar a un desconocido, convencido de que aquel acto de amor era un tributo a Dios, es el que motivó a Isabel Solà Matas, una joven enfermera catalana, perteneciente a la Congregación de Jesús-María, a estar dieciocho años en Guinea y ocho en Haití, hasta que fue asesinada. Durante todos estos años de entrega, dejó su estela de bondad y servicio, y, gracias a ella, por ejemplo, existe ahora el Proyecto Haití, un centro de atención y rehabilitación de mutilados que fabrica prótesis para los haitianos que no tienen recursos. La conocían como «la monja de los pies», porque, gracias a ella, muchos haitianos pobres habían tenido una segunda oportunidad. Casi ochocientos años separaban a san Serapión de Isabel Solà, y, en ocho siglos, el mismo alto ideal de servicio y entrega los motivaba, empujados por la creencia en un Dios de amor.
Y como Isabel, tantos otros misioneros, monjas, curas y seglares, muertos en cualquier rincón del mundo, asesinados, abatidos por virus terribles, caídos en las guerras de la oscuridad. Cómo no recordar al hermano Manuel García Viejo, miembro de la Orden de San Juan de Dios, que, después de 52 años dedicados a la medicina en África, se infectó del ébola en Sierra Leona y murió. O a su compañero de Orden Miguel Pajares, que desde los doce años dedicaba su vida a los más pobres y que regentaba un hospital en una de las zonas de Liberia más castigadas por el virus. Todos ellos, caídos en el servicio a la humanidad, motivados por su fe religiosa y por la bondad de su alma. Isabel, Manuel, Miguel son la metáfora de lo que significa el ideal del misionero: el de amar sin condiciones, ni concesiones. Si Dios es el responsable de tal entrega completa, de tal sentimiento poderoso que atraviesa montañas, identidades, idiomas, culturas, religiones y fronteras, para aterrizar en el corazón mismo del ser humano, si Dios motiva tal viaje extraordinario, cómo no querer que esté cerca de nosotros, incluso cerca de aquellos que no conocemos el idioma para hablarle.
Decía Isabel Solà en 2011, en un vídeo-blog para pedir ayuda para su centro de prótesis: «Os preguntaréis cómo puedo seguir viviendo en Haití, entre tanta pobreza y miseria, entre terremotos, huracanes, inundaciones y cólera. Lo único que podría decir es que Haití es ahora el único lugar donde puedo estar y curar mi corazón. Haití es mi casa, mi familia, mi trabajo, mi sufrimiento y mi alegría, y mi lugar de encuentro con Dios».
No encuentro palabras más intensas para describir la fuerza grandiosa del amor. He dicho al inicio de este pregón que no soy creyente en Dios, y esta afirmación es tan sincera como, seguramente, triste. ¡Estamos tan solos ante la muerte los que no tenemos a Dios por compañía! Pero soy una creyente ferviente de todos estos hombres y mujeres que, gracias a Dios, nos dan intensas lecciones de vida, apóstoles infatigables de la creencia en la humanidad. El papa Francisco ha pedido, en su Mensaje para este DOMUND, que los cristianos «salgan» de su tierra y lleven su mensaje de entrega, pero no porque los obliga una guerra o el hambre o la pobreza o la desdicha, como tantas víctimas hay en el mundo, sino porque los motiva el sentido de servicio y la fe trascendente. Es un viaje hacia el centro de la humanidad. Esta llamada nos interpela a todos: a los creyentes, a los agnósticos, a los ateos, a los que sienten y a los que dudan, a los que creen y a los que niegan, o no saben, o querrían y no pueden. Las misiones católicas son una ingente fuerza de vida, un inmenso ejército de soldados de la paz, que nos dan esperanza a la humanidad, cada vez que parece perdida.
Solo puedo decir: gracias por la entrega, gracias por la ayuda, gracias por el servicio; gracias, mil gracias, por creer en un Dios de luz, que nos ilumina a todos.
Pilar Rahola