La primera fase de mi investigación implicaba despertarme entre semana en un ático apenas amueblado, el primer piso que vi al llegar a Madrid, o dejarme despertar por el ruido de la plaza Santa Ana, incapaz de asimilarlo del todo en mis sueños, y luego poner la cafetera oxidada al fuego y liarme un porro mientras esperaba a que saliera el café. Cuando el café estaba listo abría la claraboya, del tamaño justo para colarme por ella subido de pie en la cama, y me tomaba el café y el porro en el tejado con vistas a la plaza donde los turistas se sentaban a las mesas metálicas con sus guías de viaje y el acordeonista ejercía su oficio. A lo lejos: el palacio y largas hileras de nubes. A continuación mi proyecto exigía volver a entrar por la claraboya, cagar, ducharme, tomarme las pastillas blancas y vestirme. Luego cogía la bolsa, que contenía una edición bilingüe de los Collected Poems de Lorca, dos libretas, un diccionario de bolsillo, los Selected Poems de John Ashbery y drogas, y salía rumbo al Prado.
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Desde el Prado solía ir paseando hasta un pequeño café llamado El Rincón, donde comía un bocadillo, de pan duro y chorizo, y acostumbraba a ser el único comensal, a menos que hubiera turistas, puesto que todavía faltaba para la hora de almorzar de los españoles. Luego caminaba unas manzanas hasta El Retiro, el mayor parque de la ciudad, buscaba un banco, sacaba las libretas, el diccionario de bolsillo y el Lorca, y me colocaba.
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A medida que caía la noche la Plaza Santa Ana comenzaba a llenarse de turistas, y también se veían algunos madrileños, que se saludaban con dos besos en las mejillas, aunque no superaban en número a los extranjeros hasta mucho después. Se oían diversos idiomas, los más agradables para mí, el inglés americano o australiano; sillas que arañaban la acera y cubertería arañando platos; vasos que se recogían de las mesas metálicas y se cambiaban de sitio y, normalmente, un violinista de inofensiva torpeza.
[Traducción de Cruz Rodríguez Juiz]
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Desde el Prado solía ir paseando hasta un pequeño café llamado El Rincón, donde comía un bocadillo, de pan duro y chorizo, y acostumbraba a ser el único comensal, a menos que hubiera turistas, puesto que todavía faltaba para la hora de almorzar de los españoles. Luego caminaba unas manzanas hasta El Retiro, el mayor parque de la ciudad, buscaba un banco, sacaba las libretas, el diccionario de bolsillo y el Lorca, y me colocaba.
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A medida que caía la noche la Plaza Santa Ana comenzaba a llenarse de turistas, y también se veían algunos madrileños, que se saludaban con dos besos en las mejillas, aunque no superaban en número a los extranjeros hasta mucho después. Se oían diversos idiomas, los más agradables para mí, el inglés americano o australiano; sillas que arañaban la acera y cubertería arañando platos; vasos que se recogían de las mesas metálicas y se cambiaban de sitio y, normalmente, un violinista de inofensiva torpeza.
[Traducción de Cruz Rodríguez Juiz]