"El alma que hablar puede con los ojos, también puede besar con la mirada" (Gustavo Adolfo Bécquer)
1
Jota me dice que en gimnasios como Holmes o Cosmopolitan follan en las duchas. Yo le digo que no puede ser. Él me dice que sí, que se lo ha dicho un amigo.
—A última hora de la noche, cuando ya van a cerrar. Tú vas a las duchas, hay muy poca gente. Dejas la puerta de la ducha abierta y esperas. Los otros chicos ya lo saben y van.
—¿Y qué pasa con los heterosexuales?
—No pasa nada. Como puedes cerrarte con pestillo, es muy discreto.
Estamos sentados en unas escaleras del parque de Joan Miró. Con los primeros rayos de sol de la primavera, cualquier conversación suena agradable. Jota se enciende un cigarrillo. Son las cuatro de la tarde. Justo enfrente tenemos el Centro Comercial Las Arenas. Parece un ovni a punto de despegar.
—Yo nunca haría eso.
—Bueno, yo tampoco.
—No creo ni siquiera que pase en mi gimnasio.
—¿A qué gimnasio vas?
—Europolis.
—De todas formas, seguro que van más gais de lo que te piensas.
2
El espejo que está en la zona de pesas da una imagen distorsionada de la realidad. Quizás es que lo han colocado mal. La parte central está ligeramente abombada de manera que se te ve más amplio de lo que eres. Mientras levanto un par de mancuernas de ocho kilos, me miro los brazos. Nunca me había sentido tan fuerte. Pero es solo una apariencia. Si está hecho expresamente, alguien de por aquí es un genio retorcido.
Un chico de ojos azules mira mi reflejo en el espejo. Me mira los brazos. Yo le miro los ojos mirándome los brazos. Después, me mira a los ojos. Yo miro al suelo. Siempre tengo cuidado en el gimnasio. Aquí todo el mundo tiene una edad indeterminada entre 16 y 31 años. Debe ser la luz o que nunca me pongo las lentillas.
Según Jota, a los gais se les nota en la mirada. Qué miran. Cómo miran. Cuántas veces miran. Yo siempre me equivoco. O eso creo. Además, están todos esos heterosexuales amantes del culto al cuerpo que hacen que todo sea confuso.
Cojo mi toalla y me voy hacia una máquina. En Europolis hay que ser un experto para hacer según qué ejercicios. Las bicicletas estáticas parecen pequeñas naves espaciales. Cuando estoy cansado, me pongo a hacer pierna. Es un ejercicio que nadie quiere hacer, así que no tengo que esperar ni pelearme. Pongo la toalla sobre el asiento y empiezo a calentar con poco peso.
Justo delante de mí, hay un cartel que dice «Invita a un amigo a visitar nuestras instalaciones». Siempre hay alguna promoción de este tipo. Tengo las piernas más débiles del mundo. Paro un momento a descansar. El chico de los ojos azules pasa justo delante de mí. Se me queda mirando fijamente. Joder. Parece muy descarado. Aparto la mirada. No tengo ningún espejo cerca. Vuelvo a mirarle y sigue mirándome. Así hasta tres veces. Hasta que se pierde detrás de mí. Creo que esta vez no me equivoco.
Sigo con mi ejercicio concentrando la mirada en el cartel promocional. Entonces, me doy cuenta. Justo debajo de Europolis dice: «Grupo Holmes».
El chico de los ojos azules aparece por mi izquierda otra vez. Vuelve a mirarme. Se para delante de mí. Yo no sé qué hacer. Se acerca directamente. Le miro. No le miro. Le vuelvo a mirar. Paro de hacer el ejercicio. Estoy sentado en esta máquina aparatosa y el chico de los ojos azules de pie mirándome a un metro de mí. Le digo: «Hola». Me dice: «Hola». Y señala el asiento.
—Esa toalla es mía.
La miro. Mierda. Tiene razón. Se la doy. ¿Dónde coño he dejado la mía?
3
Llego a casa. Me he dado una ducha más rápida de lo habitual. Tiro al suelo la mochila y me siento a escribir un artículo para una revista. Abro el Facebook en una pantalla. En otra, el Twitter. En la última, una página de contactos, por ejemplo, GayRomeo. Cualquier distracción es buena, no sea que termine mi artículo demasiado deprisa y tenga tiempo para reflexionar sobre mi patética forma de vida.
Llevo algunas líneas, no estoy demasiado convencido de los que estoy diciendo, cuando recibo un mensaje. Me dirijo a GayRomeo. Me ha escrito un desconocido que se hace llamar Machotegym.
El mensaje de Machotegym es el siguiente: «Cómo me pones, guapo. Nunca te he visto en el gimnasio». No tiene foto de cara. Solo dos del torso y varias de su polla. Su polla erecta. Su polla erecta de perfil. Su polla fláccida. Contesto: «¿Cómo sabes a qué gimnasio voy?». Y él dice: «Tienes una foto en el vestuario. Lo he reconocido. ¿Tú a qué hora vas? Cuando te vea te voy a follar en la ducha. Jejeje».
Tengo que seguir con mi artículo. El tipo no me despierta ningún interés más que el puramente sociológico.
Como no le contesto, vuelve a insistir: «¿Ya tienes un workout buddy?». Le digo que no. Y que no me interesa. Que prefiero entrenar solo y que no follo en las duchas. Finalmente, escribe: «Eres un soso y un poco gilipollas».
Termino mi artículo y cambio la foto del vestuario por otra en el parque de Joan Miró.
Jota me dice que en gimnasios como Holmes o Cosmopolitan follan en las duchas. Yo le digo que no puede ser. Él me dice que sí, que se lo ha dicho un amigo.
—A última hora de la noche, cuando ya van a cerrar. Tú vas a las duchas, hay muy poca gente. Dejas la puerta de la ducha abierta y esperas. Los otros chicos ya lo saben y van.
—¿Y qué pasa con los heterosexuales?
—No pasa nada. Como puedes cerrarte con pestillo, es muy discreto.
Estamos sentados en unas escaleras del parque de Joan Miró. Con los primeros rayos de sol de la primavera, cualquier conversación suena agradable. Jota se enciende un cigarrillo. Son las cuatro de la tarde. Justo enfrente tenemos el Centro Comercial Las Arenas. Parece un ovni a punto de despegar.
—Yo nunca haría eso.
—Bueno, yo tampoco.
—No creo ni siquiera que pase en mi gimnasio.
—¿A qué gimnasio vas?
—Europolis.
—De todas formas, seguro que van más gais de lo que te piensas.
2
El espejo que está en la zona de pesas da una imagen distorsionada de la realidad. Quizás es que lo han colocado mal. La parte central está ligeramente abombada de manera que se te ve más amplio de lo que eres. Mientras levanto un par de mancuernas de ocho kilos, me miro los brazos. Nunca me había sentido tan fuerte. Pero es solo una apariencia. Si está hecho expresamente, alguien de por aquí es un genio retorcido.
Un chico de ojos azules mira mi reflejo en el espejo. Me mira los brazos. Yo le miro los ojos mirándome los brazos. Después, me mira a los ojos. Yo miro al suelo. Siempre tengo cuidado en el gimnasio. Aquí todo el mundo tiene una edad indeterminada entre 16 y 31 años. Debe ser la luz o que nunca me pongo las lentillas.
Según Jota, a los gais se les nota en la mirada. Qué miran. Cómo miran. Cuántas veces miran. Yo siempre me equivoco. O eso creo. Además, están todos esos heterosexuales amantes del culto al cuerpo que hacen que todo sea confuso.
Cojo mi toalla y me voy hacia una máquina. En Europolis hay que ser un experto para hacer según qué ejercicios. Las bicicletas estáticas parecen pequeñas naves espaciales. Cuando estoy cansado, me pongo a hacer pierna. Es un ejercicio que nadie quiere hacer, así que no tengo que esperar ni pelearme. Pongo la toalla sobre el asiento y empiezo a calentar con poco peso.
Justo delante de mí, hay un cartel que dice «Invita a un amigo a visitar nuestras instalaciones». Siempre hay alguna promoción de este tipo. Tengo las piernas más débiles del mundo. Paro un momento a descansar. El chico de los ojos azules pasa justo delante de mí. Se me queda mirando fijamente. Joder. Parece muy descarado. Aparto la mirada. No tengo ningún espejo cerca. Vuelvo a mirarle y sigue mirándome. Así hasta tres veces. Hasta que se pierde detrás de mí. Creo que esta vez no me equivoco.
Sigo con mi ejercicio concentrando la mirada en el cartel promocional. Entonces, me doy cuenta. Justo debajo de Europolis dice: «Grupo Holmes».
El chico de los ojos azules aparece por mi izquierda otra vez. Vuelve a mirarme. Se para delante de mí. Yo no sé qué hacer. Se acerca directamente. Le miro. No le miro. Le vuelvo a mirar. Paro de hacer el ejercicio. Estoy sentado en esta máquina aparatosa y el chico de los ojos azules de pie mirándome a un metro de mí. Le digo: «Hola». Me dice: «Hola». Y señala el asiento.
—Esa toalla es mía.
La miro. Mierda. Tiene razón. Se la doy. ¿Dónde coño he dejado la mía?
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Llego a casa. Me he dado una ducha más rápida de lo habitual. Tiro al suelo la mochila y me siento a escribir un artículo para una revista. Abro el Facebook en una pantalla. En otra, el Twitter. En la última, una página de contactos, por ejemplo, GayRomeo. Cualquier distracción es buena, no sea que termine mi artículo demasiado deprisa y tenga tiempo para reflexionar sobre mi patética forma de vida.
Llevo algunas líneas, no estoy demasiado convencido de los que estoy diciendo, cuando recibo un mensaje. Me dirijo a GayRomeo. Me ha escrito un desconocido que se hace llamar Machotegym.
El mensaje de Machotegym es el siguiente: «Cómo me pones, guapo. Nunca te he visto en el gimnasio». No tiene foto de cara. Solo dos del torso y varias de su polla. Su polla erecta. Su polla erecta de perfil. Su polla fláccida. Contesto: «¿Cómo sabes a qué gimnasio voy?». Y él dice: «Tienes una foto en el vestuario. Lo he reconocido. ¿Tú a qué hora vas? Cuando te vea te voy a follar en la ducha. Jejeje».
Tengo que seguir con mi artículo. El tipo no me despierta ningún interés más que el puramente sociológico.
Como no le contesto, vuelve a insistir: «¿Ya tienes un workout buddy?». Le digo que no. Y que no me interesa. Que prefiero entrenar solo y que no follo en las duchas. Finalmente, escribe: «Eres un soso y un poco gilipollas».
Termino mi artículo y cambio la foto del vestuario por otra en el parque de Joan Miró.