En realidad, más que la gloria, o ya no la gloria (tan vacía y escurridiza), sino un reconocimiento prolongado, cierto estatus que te permita pasar por escritor, alguien que, si bien sabe que no podrá vivir exclusivamente de sus palabras, tiene la seguridad de que sus libros serán publicados, reseñados, comentados por sus amigos y por los que no son sus amigos; en realidad, decía, más que este sueño de seudo-profesionalidad, uno termina aspirando a la comodidad, una comodidad más o menos satisfecha, sin reproches, casi humilde, o esto te empeñas en creer. En este sentido, te dices que eres hijo de tu tiempo, pero resulta tan difícil darle la espalda a aquellos sueños en los que te veías dando brillantes discursos en salones repletos, firmando libros en centros comerciales, liderando nuevos y polémicos movimientos estéticos. Cerrabas los ojos y podías leer tu nombre en los principales suplementos culturales del país. Incluso te llegaste a imaginar siendo entrevistado en televisión por algún intelectual mediático, la corbata algo suelta, la sonrisa ladeada, en uno de esos programas que se emiten pasadas las doce de la noche. Y por qué no soñar con la adaptación al cine de alguno de tus relatos. Colaborar en el guión, codearte con actores, tal vez tener un pequeño papel. ¿Y si un grupo de moda musicaba alguno de tus poemas? Pero pensar este tipo de cosas, tan inconfesables tan cerca de los treinta y cinco, no ayuda si lo que se pretende es tener un alto concepto de uno mismo, una apariencia de dignidad de puertas adentro.