Algunas fidelidades se presentan solas. Cuando eso me ocurre, para sobrevivir, intento convertirlas en ficción, porque no tarda en resultar insoportable el peso de la fe en el otro. Sobre todo si sabemos que ha desaparecido.
Marzo pasa deprisa. La ciudad se ha acostumbrado a la lluvia, con todo lo que eso tiene de metafórico, y la ropa se seca en el tendedero perpetuamente abierto en el cuarto que antes ocupaba mi hermana. Ya tenemos Papa y Francisco II, intuyo, ha entrado en la decadencia... siento una compasión infinita por el ciclo meteórico de los bulbos y divido mi tiempo entre la novela, el complicado guiso de las lentejas rojas y algunas lecturas que, los caminos del señor son misteriosos, han llegado a mí como caídas del cielo para sorprenderme; autores españoles en la treintena, en los que no estoy yo muy puesta, pero que merecen mi atención porque vienen recomendados por la voz de la sabiduría.
Leo Luz de noviembre, por la tarde, de Eduardo Laporte, y Esto no es una pipa, de Javier Gutiérrez; más bien los devoro en un par de días. Son novelas que enganchan y, aquí está lo importante, prometen: la primera por lo que tiene de confesión desnuda entre sus páginas, de relación entre lo que vemos y los lugares que habitamos con lo que nos retuerce el corazón; la segunda, por su estructura extremadamente original y no impostada. De Gutiérrez ya había leído Un buen chico y he repetido para seguirle las huellas hacia atrás... y con los dos escritores me quedo con ganas de saber qué será lo próximo, porque estoy convencida de que lo único que les falta es encontrar una historia; una de esas fidelidades que no se pueden eludir pero sí se pueden disfrazar.
Hay que mentir.
Cuando cojo confianza suelo confesar mi tendencia a no decir por completo la verdad: “pero en lo esencial no miento”... menos mal que la amistad auténtica incluye en el pack una paciencia infinita, que tolera todas mis imaginaciones.
Nos emborrachamos como señoritas en La Caracola. Nos hemos puesto medias negras y rímel; nos hemos pintado los labios. Es sábado por la noche y nuestro comportamiento se parece al de los marineros de Moby Dick, porque nos conformamos con una mesa lejos del frío, varias cervezas y una copa para sumergimos en una conversación cargada de confidencias nuevas y planes absurdos de conquista sentimental, que se mezclan con nuestras opiniones sobre literatura y Oriente Próximo. Luego volvemos a casa por la calle de La Palma, recorriendo San Bernardo hasta Gran Vía bajo una lluvia que carece de importancia y que es más lluvia cuando la cuento para transformar la anécdota en tragedia griega.
Eso se me da muy bien.
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