En silencio, lentamente, sin levantar sospechas están invadiendo la ciudad. Un desembarco discreto, carente de épicas batallas y de gestas para alimentar recuerdos gloriosos. Algunos de los invasores, los más tristes y melancólicos, se les encuentra en plazas y parques. Arriba y abajo, paseando con parsimonia, con la mirada perdida y ademanes de hombres derrotados. Fuman, muchos de ellos, ajenos a lo que sucede en rededor, ensimismados en un debate interior, condena perpetua. Ahí se les puede ver, sin mucho esfuerzo. Ya no son jóvenes, tampoco les llamaría viejos: cargados de espaldas, de piel cetrina, conservando los viejos uniformes de trajes oscuros, corbatas coloradas, mocasines. Deambulan sin rumbo ante la indiferencia general.
El halo de melancolía que les acompaña, las esperanzas que conservan todavía de que su situación es temporal y fruto de un error; su convencimiento de que son jóvenes y útiles, por mucho que les digan, por mucho que lean en las pantallas de sus teléfonos; su resistencia a bajar los brazos y a proclamar la rendición, les da un aire aristocrático con fecha de caducidad, como aquellos rusos blancos que ocuparon las calles de París, Shangai, Estambul y murieron lentamente, bañados en vodka y en el olvido.
Otro grupo de los hombres invasores, quizá los más cómodos con esta misión sobrevenida, se ha adueñado sin mucho esfuerzo de las barras de los bares para rememorar, entre carajillos y cubatas a cinco euros, aventuras tristes y melancólicas de días pretéritos. Hombres que discuten a capa y espada de lo que haga falta y sin temor a cicatrices. Ni un paso atrás, gritan, prestos siempre al duelo dialéctico y, si hace falta, a lanzar con menos destreza de la deseada un directo a la mandíbula del contricante de turno. Alatristes a la espera de que llegue el golpe certero que les envíe a la lona y disfruten, por fin, de un minuto de paz.
Algunos, también, se conforman con ocupar las bibliotecas de barrio, donde repasan sin cesar los diarios del día. Buscan ese titular que nadie escribirá. Y los más optimistas y energéticos de la horda invasora han preferido adueñarse de los gimnasios de diseño, entre anuncios de mujeres y hombres macizos en mallas y ser los reyes de las clases matutinas de body-pump.
Unos y otros, forman el batallón de los hombres expulsados del paraíso capitalista. La sociedad impalpable: sin trabajo, pronto sin pensión, sin aliento, sin contactos que les echen una mano, ni esperanzas de que alguien, ahora que tienen la cuenta bancaria en números rojos, se acuerde de ellos y vuelvan a ser socialmente aceptables. Bonita etiqueta. El único consuelo, la certeza de que cada día se suman nuevos reclutas a su ejército de la invasión silenciosa.
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