He vendido tu lengua, las manos frías,
por monedas de tránsito lluvioso.
He envejecido, repentino, partiendo
la concavidad de dura nieve.
Aciago de espesura, he desolado, rapaz, la inmensa serenidad
de las ciudades deshabitadas.
Ahora duermes
fuera del alcance
de la lluvia
que tañe
la monotonía del miedo.
Yo he vendido la luz;
ese relámpago, miserable, que nos miente
y apenas si alimenta tempestades.
Anoche vendí tu lengua
y envejecí hallando lluvia
en la que derramarme.