"Todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre. Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare" (Jorge Luis Borges)
FOX |
1. No podía dormir. Era la tercera vez que trataba de dejar el café en una semana. Pero sucede que bajas al bar y tienes sueño porque te acostaste tarde la noche anterior. Y no es que no sepas cómo remontar la mañana en el trabajo, sino que aparece la camarera con prisas frente a ti y en esos segundos de tensión no sale de tu boca más que el automatismo de siempre: «un café con leche, por favor».
Había tomado un café con leche por la mañana. Otro después de comer, huyendo de una siesta que no me podía permitir. Y un cortado, por la tarde, en una cita absurda con un chico aficionado al cine francés que llevaba en la muñeca tatuadas las iniciales de su madre. El sitio era bonito. Y el papel pintado de las paredes muy bien escogido, a juego con los manteles y la tapicería de las sillas.
No podía dormir. Maldita sea. Las manecillas de mi nuevo despertador marcaban con estruendo cada segundo. TIC. TAC. TIC. TAC. Era insoportable. En el silencio de la noche, aquel discreto sonido resultaba atronador y parecía la única causa de mi insomnio. Lorena, mi compañera de trabajo, me lo había advertido:
—Yo no tengo despertador porque no soporto el sonido de las manecillas de madrugada.
«Menuda loca», pensé.
Me levanté de la cama. Intenté escribir algo para distraerme. Algo sobre mi jefe. Sobre sus calcetines de cuadros y su montura de gafas marrón. Un relato sobre su impávida cara de culo y su americana con coderas. Sobre las aletas de su nariz abriéndose y cerrándose cuando me vio llegar con cuarenta minutos de retraso a trabajar y yo le dije que el despertador del móvil no había sonado y no sabía por qué y él me dijo:
—Cómprate un despertador de verdad.
Y yo dije:
—Necesito un café.
2. La verdadera razón por la que no podía dormir era mi fatigante adicción a la tristeza, casi tan intensa como la del café. No podía dormir porque no podía dejar de pensar. Joder. Qué vicio tan asqueroso. ¿Qué voy a hacer con mi vida? ¿Hasta cuándo voy a tener que aguantar en este trabajo de mierda? ¿Por qué no tengo suerte en el amor? ¿Cuándo me confirmarán las vacaciones?
Todo parecía en calma después de cenar, hasta que me metía entre las sábanas y acudían a mi cabeza todas esas preguntas miserables en un tonto automatismo como el de «un café con leche, por favor». Así que me levantaba a escribir algo que es lo único que sé hacer cuando estoy triste.
—Tienes que dejar de escribir sobre el jefe —me dijo Lorena aquella mañana.
—¿Por qué? Yo escribo sobre lo que quiero.
—Sí, pero puede leerlo y se puede molestar.
Una de las cosas que más odiaba era que me dijeran sobre qué puedo o no puedo escribir. Conectaba con el enfado infantil más profundo de mi subconsciente. ¿Que no puedo escribir sobre qué? Era lo peor que se me podía decir porque entonces iba a escribir sin parar sobre eso para demostrarle al mundo que tenía más cojones que nadie, aunque fuera solo una pose.
—Yo escribo ficción.
—Basada en la realidad.
—No. Es ficción. Yo escribo sobre el jefe, pero no es nuestro jefe en concreto. Es un jefe simbólico, la idea de «el jefe», digamos, el jefe de todo el mundo... No puede enfadarse por eso. Sabe perfectamente que lo que digo no es estrictamente sobre él. Digamos, no es la verdad.
—Es la verdad, en parte.
—Pero podría no serlo.
—¿Y por qué escribes en primera persona?
—Porque me sale de la polla.
—Estás insoportable, hoy.
—No he dormido bien.
3. Eran las dos de la mañana y ya casi había terminado un relato en que le bajaba los pantalones a mi jefe en medio de la oficina. Llevaba unos calzoncillos blancos con corazones rojos y todos se reían de él y conseguía que me despidiera. No estaba quedando mal del todo partiendo de una idea tan mala. Pero la voz de Lorena iba y venía a mi cabeza como el TIC-TAC de mi nuevo despertador, segundo a segundo, repitiendo su maternal «no deberías». Me quedaba un parágrafo. Quizás menos. Pero seguía sin tener nada de sueño. En ese momento, llamaron al timbre de la puerta. ¿Qué coño? ¿Quién puede estar llamando a estas horas? Me quedé paralizado unos segundos. El timbre volvió a sonar. Podría ser un borracho que se estaba equivocando de puerta. Me asomé al pasillo desde mi habitación. Parecía más largo y oscuro de lo habitual. Pensé en el cuervo de Edgar Allan Poe y decidí avanzar hasta el recibidor antes de volverme loco. Ya frente a la puerta, sonó el timbre por tercera vez. Respiré hondo, mis piernas apenas podían sostenerme con seguridad, y eché un vistazo por la mirilla. Al otro lado, estaba mi jefe, con sus gafas de montura marrón y su americana con coderas. ¿Qué está pasando aquí? Abrí de golpe la puerta sin poder contener mi sorpresa. Tenía los pantalones bajados y unos calzoncillos blancos con corazones rojos.
—¿Quieres dejar de escribir sobre mí? —me dijo.
—No escribo sobre ti. Es ficción —contesté.
En ese momento me di cuenta de que por fin había conseguido dormirme.
Había tomado un café con leche por la mañana. Otro después de comer, huyendo de una siesta que no me podía permitir. Y un cortado, por la tarde, en una cita absurda con un chico aficionado al cine francés que llevaba en la muñeca tatuadas las iniciales de su madre. El sitio era bonito. Y el papel pintado de las paredes muy bien escogido, a juego con los manteles y la tapicería de las sillas.
No podía dormir. Maldita sea. Las manecillas de mi nuevo despertador marcaban con estruendo cada segundo. TIC. TAC. TIC. TAC. Era insoportable. En el silencio de la noche, aquel discreto sonido resultaba atronador y parecía la única causa de mi insomnio. Lorena, mi compañera de trabajo, me lo había advertido:
—Yo no tengo despertador porque no soporto el sonido de las manecillas de madrugada.
«Menuda loca», pensé.
Me levanté de la cama. Intenté escribir algo para distraerme. Algo sobre mi jefe. Sobre sus calcetines de cuadros y su montura de gafas marrón. Un relato sobre su impávida cara de culo y su americana con coderas. Sobre las aletas de su nariz abriéndose y cerrándose cuando me vio llegar con cuarenta minutos de retraso a trabajar y yo le dije que el despertador del móvil no había sonado y no sabía por qué y él me dijo:
—Cómprate un despertador de verdad.
Y yo dije:
—Necesito un café.
2. La verdadera razón por la que no podía dormir era mi fatigante adicción a la tristeza, casi tan intensa como la del café. No podía dormir porque no podía dejar de pensar. Joder. Qué vicio tan asqueroso. ¿Qué voy a hacer con mi vida? ¿Hasta cuándo voy a tener que aguantar en este trabajo de mierda? ¿Por qué no tengo suerte en el amor? ¿Cuándo me confirmarán las vacaciones?
Todo parecía en calma después de cenar, hasta que me metía entre las sábanas y acudían a mi cabeza todas esas preguntas miserables en un tonto automatismo como el de «un café con leche, por favor». Así que me levantaba a escribir algo que es lo único que sé hacer cuando estoy triste.
—Tienes que dejar de escribir sobre el jefe —me dijo Lorena aquella mañana.
—¿Por qué? Yo escribo sobre lo que quiero.
—Sí, pero puede leerlo y se puede molestar.
Una de las cosas que más odiaba era que me dijeran sobre qué puedo o no puedo escribir. Conectaba con el enfado infantil más profundo de mi subconsciente. ¿Que no puedo escribir sobre qué? Era lo peor que se me podía decir porque entonces iba a escribir sin parar sobre eso para demostrarle al mundo que tenía más cojones que nadie, aunque fuera solo una pose.
—Yo escribo ficción.
—Basada en la realidad.
—No. Es ficción. Yo escribo sobre el jefe, pero no es nuestro jefe en concreto. Es un jefe simbólico, la idea de «el jefe», digamos, el jefe de todo el mundo... No puede enfadarse por eso. Sabe perfectamente que lo que digo no es estrictamente sobre él. Digamos, no es la verdad.
—Es la verdad, en parte.
—Pero podría no serlo.
—¿Y por qué escribes en primera persona?
—Porque me sale de la polla.
—Estás insoportable, hoy.
—No he dormido bien.
3. Eran las dos de la mañana y ya casi había terminado un relato en que le bajaba los pantalones a mi jefe en medio de la oficina. Llevaba unos calzoncillos blancos con corazones rojos y todos se reían de él y conseguía que me despidiera. No estaba quedando mal del todo partiendo de una idea tan mala. Pero la voz de Lorena iba y venía a mi cabeza como el TIC-TAC de mi nuevo despertador, segundo a segundo, repitiendo su maternal «no deberías». Me quedaba un parágrafo. Quizás menos. Pero seguía sin tener nada de sueño. En ese momento, llamaron al timbre de la puerta. ¿Qué coño? ¿Quién puede estar llamando a estas horas? Me quedé paralizado unos segundos. El timbre volvió a sonar. Podría ser un borracho que se estaba equivocando de puerta. Me asomé al pasillo desde mi habitación. Parecía más largo y oscuro de lo habitual. Pensé en el cuervo de Edgar Allan Poe y decidí avanzar hasta el recibidor antes de volverme loco. Ya frente a la puerta, sonó el timbre por tercera vez. Respiré hondo, mis piernas apenas podían sostenerme con seguridad, y eché un vistazo por la mirilla. Al otro lado, estaba mi jefe, con sus gafas de montura marrón y su americana con coderas. ¿Qué está pasando aquí? Abrí de golpe la puerta sin poder contener mi sorpresa. Tenía los pantalones bajados y unos calzoncillos blancos con corazones rojos.
—¿Quieres dejar de escribir sobre mí? —me dijo.
—No escribo sobre ti. Es ficción —contesté.
En ese momento me di cuenta de que por fin había conseguido dormirme.