Hace poco leí “La civilización del espectáculo”, el ensayo en que Vargas Llosa reflexiona sobre la decadencia y la destrucción de la cultura en nuestros tiempos. “La cultura está a punto de desaparecer, y acaso haya desaparecido ya”, afirma en las primeras páginas. La visión del escritor es claramente apocalíptica. Vivimos en un mundo en que “la cultura es diversión y lo que no es divertido no es cultura”. Los productos que fabrican las industrias del cine o la literatura ya no tienen voluntad de perdurar en la memoria y el cerebro de sus consumidores. Se trata solo de generar dinero. Libros y películas son engullidos como hamburguesas. A esto ha conducido, según él, la democratización de la cultura: a la pérdida de su función crítica e intelectual, con la sustitución de escritores y filósofos por futbolistas y actores como referentes de la sociedad.
Vargas Llosa también critica las manifestaciones artísticas recientes, que han abandonado la búsqueda de la belleza. En la misma línea se manifiesta el sociólogo Baudrillard, para quien “toda la duplicidad del arte contemporáneoconsiste en reivindicar la nulidad, la insignificancia, el sinsentido y la imposibilidad de un juicio de valor estético fundado”.
Nadie duda de que Baudrillard y Vargas Llosa estén en disposición de establecer juicios de valor estético, y de que sus conocimientos les permiten una visión de conjunto de la historia del arte. Yo soy el primero en defender la lectura de los clásicos y el estudio de las corrientes artísticas del pasado. Sin embargo, nadie tiene el derecho a imponer su visión personal al conjunto de la sociedad. Quizá la gran pregunta sea: ¿para qué sirve el arte? Las respuestas pueden ser variadas: entretenimiento, posibilidad de enriquecerse, de adquirir popularidad… pero creo que su más noble función es su capacidad de ejercer como barrera crítica inalienable, de frenar la opresión y estimular la libertad y la creatividad.
Partiendo desde ese principio, el arte no debe limitarse a la búsqueda de la belleza. Quizá una obra bella se justifique por sí misma, pero necesita algo más para ser trascendente, al menos en estos tiempos en que nos hallamos saturados de “belleza artificial”. Los artistas deben ser inquietos, experimentar, transgredir… y sus acciones han de ser significativas, sin dejarse arropar por la exageración y la ironía más dócil. Solo así sus actividades (incluso sus desmanes) encontrarán justificación y sentido.
Muchas de las manifestaciones del arte contemporáneo pecan de banales, no me cabe duda, y sus creadores no son muy diferentes de quienes especulan en los mercados bursátiles. Se aprovechan de la mercantilización del arte, del gusto por lo excéntrico que caracteriza a los medios de comunicación y de la pérdida de referentes estéticos para vendernos tiburones a precio de diamante. Por fortuna son solo una parte del entramado, aunque con frecuencia la más visible.
Según Lewis Carroll, “la esencia de la literatura es intentar imaginar la luz de una vela cuando se ha apagado”. Pero, ¿por qué no tratar de encender la luz reflexiva en medio del caos de neón en que nuestros ojos deambulan, sonámbulos? ¿O por qué no alumbrar lo oscuro, aquello que solo nos atrevemos a vivir a través de la ficción o lo imaginado? Decía Tolkien que sus personajes poseen todos la virtud de la valentía, mientras que él era un cobarde. Si los artistas y sus públicos no se atreven a explorar con audacia el mundo contemporáneo, la sociedad quedará condenada a la sumisión y al silencio.