Veranos conjeturales

La playa es un espacio de deseo. Pero también el escenario de lo que no sucede. Muchos hemos pasado parte de nuestra infancia o adolescencia espiando cuerpos inaccesibles, suplicándole al tiempo. Quizá por eso una playa tiene algo de memoria disponible. De página desmesurada donde todo está aún por narrar. Una vez, un verano, cierta chica mayor de la que me había enamorado entró en el mar. Corrí detrás de ella y, sin que lo supiese, fui calcando en el agua sus movimientos. Si ella levantaba un brazo, yo levanta el mío. Un giro ahí, otro giro acá. Como una coreografía a distancia. Nadamos así, accidentalmente juntos, hasta que una mancha color verde se acercó entre las olas. Estiré una mano. Era algo mucho más vivo que un pez: la mitad superior de un bikini. Me volví de inmediato hacia mi amor conjetural. La divisé braceando en todas direcciones, con gesto contrariado. No parecía haber reparado en mi presencia. Sin dudar un instante, escondí aquella levedad dentro de mi propio traje de baño. Volví nadando rápido hasta la orilla, con una caricia ajena serpenteándome entre las piernas. Al cabo de un rato la vi emerger de nuevo, cubriéndose los pechos y riendo para alguien que jamás fui yo. Aquella natación en parte imaginaria, igual que aquel fetiche verde con el que dormí todo el verano, siguen provocándome una cosquilla muy parecida a eso que llamamos ficción.

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