Años después los encontraron los agricultores:
los jóvenes sacrificados, resurgiendo
debajo de las palas al remover la tierra.
Una ficha de hueso, el plato de porcelana de un omóplato,
la reliquia de un dedo, el huevo de ave
golpeado y triturado de algún cráneo,
todo emulando ahora al pedernal, blanco roto en azul,
a lo largo del campo donde les ordenaron caminar, no correr,
hacia el bosque y sus nidos de ametralladoras.
Incluso hoy la tierra permanece centinela,
removiéndose sola como recordatorio,
herida en cuerpo extraño a la altura de la piel.
Esta mañana, veinte hombres en una sola fosa,
mosaico hecho pedazos, huesos hombro con hombro,
esqueletos frenados en mitad de una danza funeral,
todos con botas que los sobrevivieron,
sus cabezas sin ojos recostadas en ángulo
y sus mandíbulas, cuando las hay, abiertas.
Como si las notas que cantaban
sólo ahora, con este desentierro,
hubieran escapado de sus lenguas ausentes.
[Poema de Owen Sheers. Del libro El hombre sombra (Ediciones El Tucán de Virginia, México DF, 2012, traducción de Andrés Neuman). Leer original...]