Siendo una fanática de la lectura y habiendo experimentado en carne propia los beneficios personales que me ha aportado el consumir ficción, nunca he tenido ninguna duda de que la literatura es más que un simple entretenimiento, más que un modo, entre otros muchos, de pasar un rato agradable huyendo de la a menudo cruda realidad que nos rodea.
Y, sin embargo, siempre me he preguntado si se podía llegar a saber con exactitud las razones por las que el ser humano como especie no ha podido prescindir nunca de la narración de historias que son manifiestamente “falsas”, que nunca han tenido lugar. Son muchas las posibles respuestas, parciales en la mayoría de los casos.
Recientemente, se ha investigado en este sentido desde un nuevo ángulo que no parte de los estudios de las Humanidades, sino que hace uso de los conocimientos sobre la teoría de la evolución para justificar la existencia del arte en general y de la ficción en particular.
Especial interés tiene, en mi opinión, el libro de Brian Boyd titulado On the Origin of Stories. Evolution, Cognition and Fiction, donde al autor defiende que las historias no son un puro ornamento que nos “embellece”, sino que poseen, en realidad, una función evolutiva, que cumplen un papel adaptativo.
Los cerebros humanos evolucionaron para permitirnos tomar mejores decisiones y las narraciones nos ofrecen justamente, o bien información social concreta que nos guíe con las decisiones inmediatas, o bien principios generales que podamos aplicar en circunstancias futuras. En especies sociales como la nuestra, la información estratégica que recibamos (quién duerme con quién, por qué alguien está enfadado) es tan importante para asegurar la supervivencia y el éxito reproductivo como el saber cuándo una fruta está lo bastante madura como para comérsela.
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