Las flores y las cartas de amor





Creo que todos los que dicen que no esperan flores ni cartas de amor mienten.

Nos hemos acostumbrado a vivir a media luz, como los topos en sus madrigueras, rodeados de túneles oscuros, cuyo destino desconocemos. Nos conformamos con muy poco y rechazamos lo que no tenemos para sentirnos menos desgraciados. Nos engañamos en nuestra situación incompleta. Decimos lo que se espera de nosotros… ningún tonto se atreve a reconocer que ve desnudo al emperador.

Lo pensé ayer por la noche, mientras me preparaba una cena nefasta, compuesta por un panecillo de leche y cuatro onzas de chocolate con almendras. Todavía me cuesta creer que haya sido capaz de sobrevivir tanto tiempo viviendo sola; que mi estómago haya sobrevivido.

En mi trajín por la cocina reluciente (el lunes libré y me subí a una escalera altísima para limpiar los armarios con KH7 e imaginar durante el proceso que me caía, moría en el acto y nadie me encontraba hasta que la casera echaba de menos el ingreso del alquiler) hice un breve repaso por mi atípica vida sentimental y me sorprendió descubrir que, ficciones aparte, sólo he escrito una carta de amor y ya han pasado quince años de eso.

El amor correspondido y yo nunca nos hemos llevado demasiado bien... de hecho, intuyo que esa es la razón real por la que me refugio en la literatura: rentabilizar mis infinitos desengaños.

También podría dedicarme a la autoayuda empresarial.

Mi carta de amor, manuscrita, dentro de un sobre blanco, fue entregada al salir de clase, por la amiga de confianza de turno cerca de una estación, porque en mi biografía siempre ha influido el horario de los trenes. Recuerdo que estaba anocheciendo y que esperé en medio de un paraje desolador, identificando el ruido del tráfico escaso en una carretera cercana, a que mi amiga regresara con la confirmación de que el destinatario la había recibido.

Ella se lo estaba pasando en grande y a mi alrededor se extendían metros cuadrados de descampado y farolas de resplandor amarillento; algún letrero de neón revelando la existencia de bares abiertos y un frío arisco, cargado de arena, aunque la playa quedaba bastante lejos. Nunca había sentido tanto el mundo.

Acababa de cumplir los veinte.

Sentada en el banco de piedra del andén, mezclaba amor y literatura por primera vez como quien mezcla alcohol con una sobredosis de barbitúricos.

Resultado: adicta.

El chico, por supuesto, me rechazó.

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