Nadie comprendía
por qué, ese año, había recogido tan tarde la cosecha,
ni qué motivos le habían llevado a sembrar a destiempo
-alguno, en la sospecha inmune de los callejones, ya había comenzado a nombrar la palabra "sanatorio".
Una soleada y fría mañana de febrero
-las que más le gustaban-
les despertó a todos, les sacó de sus camas, dando voces, como un repique de campanas
-en los pueblos, apenas ya nadie madruga, sobra demasiado tiempo, para estar despierto-.
"¡Venid, venid conmigo! ¡Corred! -les gritaba bajo sus ventanas, como un loco, un loco feliz, emocionado.
Todos le siguieron. Le siguieron hasta los campos, que había debido estar arando aquella madrugada, mientras ellos dormían.
"¿Comprendéis ahora? ¡A que ahora comprendéis!?
-les preguntaba, casi implorando, pasando de sus rastros dormidos a los campos arados, entregándoselos con un gesto de sus manos, de las palmas de sus manos.
"¿Lo comprendéis? ¡Tenéis que comprendedlo" ¡Es un cuadro, sin lienzo!"
En silencio, varios de los hombres del pueblo, lo redujeron. En silencio lo llevaron hasta el "sanatorio". Cuando la enfermera preguntó por el nombre del "paciente", fue él mismo quien le respondió:
"Rothko. Mi nombre es Mark Rothko"