Tenía el pelo y los ojos del mismo color que la laca del arpa que tocaba. Las orquestas de todo el mundo la reclamaban y yo tuve la suerte de acompañarla durante tres años y medio. Dejé todo por estar a su lado. Un día desperté en un hotel cuando ella ya se había marchado al ensayo. Miré por la ventana desperezándome y me di cuenta de que no sabía dónde estaba. Llamé a recepción y me confirmaron que estaba en la suite del hotel Omni Mont-Royal, en Montreal. Fue entonces cuando tomé la determinación de dejarla y volverme a casa. Ahora mismo estoy escribiendo sentado en una tasca del casco viejo de San Sebastián tomando unos zuritos y chupando la cabeza de unas gambas.