De regreso a casa del trabajo por una Diagonal cada vez más oscura y declinante, me cruzo con la primera chica a la que besé con pasión, en la última fila de uno de los viejos cines de platea y tribuna que cerraron sus puertas en Barcelona. Han pasado muchos años de todo aquello, demasiados. Hoy se parece poco a la niña de mis recuerdos, con la que leíamos Baudelaire sin entenderlo y nos guiñábamos el ojo en clase de Latín, gestos cómplices con nuestro secreto, pero sigue conservando su cabellera de oro y la misma sonrisa que durante unas semanas me hizo volar.
No me mira. Tampoco creo que me hubiera reconocido. Camina junto a su madre y parece feliz. Hablan de los preparativos de su boda la próxima primavera y de lo bien que le sienta el vestido de novia blanco que juntas compraron el sábado. Durante unos segundos dudo en si llamar o no su atención, en si dar un brinco y colocarme frente ella pese a que no sabría muy bien qué decirle. Bastaría quizá con un simple “hola”. Ha pasado tanto tiempo.
Otra vez las dudas me paralizan: como aquella tarde en la que después de buscar en el listín el número telefónico de casa de sus padres no pude más que balbucear cuatro palabras inenteligibles cuando contestó la llamada kamikaze. Esta noche veo como desaparece poco a poco por la Diagonal, feliz junto a su madre, mientras me invaden recuerdos brumosos, impregnados de melancolía, de unos años en los que soñar más que una posibilidad era una obligación libre de impuestos y alcohol.
Ya en el mismo autobús de cada crepúsculo, entre el habitual silencio gélido de unos pasajeros que, inmersos en sus teléfonos móviles de ultima generación, ni hablan ni les interesa lo que sucede a su alrededor, pienso en la veintena de personas que sentí como indispensables en un momento u otro de mi vida; y hoy, sólo un vago recuerdo, una polaroid amarillenta, un disco dedicado, una carta con caligrafía infantil, la escena de una película francesa, el estribillo de una canción de Knife…
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