Son unos diarios de hombre/ mundo, que no de hombre de mundo. Más bien alemán de mundo, pues al leer este Pasados los setenta I (yo a Jünger lo he leído con mucho desorden y con gusto), no puedo dejar de ver al señor ese de buen pelo blanco y patillas en hacha que pasea su vitalidad y sosería alemana por medio planeta. Qué duda cabe que es un prodigio de la naturaleza (además de un milagro); así como el poetilla enfermizo se nos muere entre suspiros a los veintipocos, dejando esos versos que en seis meses le hubieran aborrecido, este Sigurd del pensamiento se hace centenario dándose unos puñetazos en el pecho todas las mañanas, para despabilarse. No hay apenas flema interior, nada que interfiera en su estudio de bichos y plantas, en sus paseos por Roma o por el centro de la Tierra. Me desespera su capacidad para botanizar en cualquier momento; están bien unos cuántos nombres de flores, porque los nombres de lo que sea da mucho empaque a cualquier página (tiene como más peso, siempre hay que nombrar mucho), pero Jünger trae una botánica de hombre de ciencia jubilado, con su hermetismo y su vicio. Con los bichos otro tanto. Así que voy pasando páginas.
Son estos unos diarios, entonces, de observador científico. Pero no nos descubre nada (qué podría descubrirnos, aunque los bichos también tendrán sus anécdotas, su mitología), más allá de su propia capacidad para no aburrirse en lugares en los que es tan fácil pescar un tifus como una insolación. De todas formas es un científico de la vieja escuela, cuando estos, más que cortar y pegar cifras y gráficas sabían escribir. Jünger escribe y quizá sea el tono lo que sostiene toda esa cacharrería de coleccionista de lo suyo. Quizá su interés radique en que sigue viendo el mundo con ojos de explorador del diecinueve. Y lo interesante está en el tipo ya ha visto el horror, y por partida doble. Ya sabe lo que le espera al hombre y mientras tanto disfruta de sus expediciones en calma.