Viajes al fondo del precipicio, de Manolo D. Abad



Ese verano volví a frecuentar la piscina de aquel club por las mañanas. Esteban Ramos, mi jefe, me había vuelto a contratar para los meses de julio, agosto y septiembre para la supervisión de las actividades de su local favorito por excelencia. Había que controlar a muchos socios gorrones, que empleaban la táctica de antaño de no pagar hasta el final de su estancia y deslizarse hacia la salida cuando los camareros no se daban cuenta; las entradas de no socios, con sus inverosímiles versiones para colarse; mil y un asuntos para los que había conseguido una gran capacitación tras muchos años de trabajo duro. Estaba en tan ingrata labor la práctica totalidad del día, bien secundado por mi ayudante Bermúdez que tenía un horario más ligero, menos responsabilidad y, por supuesto, unos ingresos inferiores a los míos. Esos tres meses de locura tenían su premio a primera hora de la mañana, entre las nueve y las once, en que la espectacular piscina del complejo deportivo se presentaba para mí solo. Hacia las once comenzaban a llegar los primeros bañistas y ese era el momento en que debía desplazarme hacia una de las mesas de la terraza del bar para no perder de vista ni a camareros ni a clientes hasta bien entrada la tarde. Mi mesa, eso sí, siempre permanecía reservada, estuviera presente o no.

[Del relato “La culpa”]


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