Monólogo del basurero

Soy el ocultador. No oculto nada mío: trabajo con la vergüenza ajena. Los conductores que se impacientan al encontrarse con mi camión son los mismos que, un rato antes, han dejado su escoria en la puerta para que me la lleve lejos. No quieren verla ni olerla. Pero nada les pertenece más que sus papeles abollados, sus servilletas húmedas, sus cáscaras, sus manchas, sus tampones hinchados, sus condones con nudo. Precisamente por eso, porque dice de ellos mucho más que una foto familiar o una carta de amor, me lo encargan a mí. Dicen que la basura huele mal. Yo no digo que huela bien, pero creo que mal no es la palabra. La basura huele a verdad. No te hagas el anarquista, me dicen mis amigos. Yo lo veo al revés: no hay nadie más útil para el sistema que nosotros. A mí lo de la política me importa un bledo. Me da igual uno que otro. Eso sí: el escándalo de los desperdicios en la puerta del Congreso me hizo gracia. Nadie les presta atención a los residuos. Pero, en cuanto la gente se topa con unas cuantas bolsas apiladas, ya son la cosa más importante del mundo. No es que me queje. Conozco trabajos peores. En este por lo menos no hay que verle la cara a los jefes y se puede conversar con el compañero. Pero igual algún día, cuando sea viejo, me gustaría hacer otra cosa. Ser carpintero, catador de vinos o tripulante de un barco. Ver mucho, mucho sol. Oler distinto. La verdad cansa.

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