A mí me gusta mucho que la película se titule Amor. Una película va y se titula Instinto básico y otra se titula Amor. Yo he visto Amor, y efectivamente, veo mucho amor. Exceptuando cuando aparece la Hupper, nada amorosa, y que sale llorando con ese llanto de furiosa, fastidiada por la culpa de hija que se desentiende. Haneke, el señor ese austríaco que dirige la película, se ve que con los años ha mejorado. Al menos formalmente da poco la lata aquí. Y está bien, nunca tenemos la impresión de estar viendo una obra teatral filmada, que es casi siempre detestable. Un piso, con una decrepitud muy noble, pues el piso es la pareja de ancianos. Bueno, una vida en común, y todo lo que tenemos que saber de ellos está en ese escenario. En Amor todo, cada palabra, cada gesto, esa paciencia (que compartimos los espectadores), es amor. Hasta una bofetada podría ser amor, o un daño colateral del amor. Está muy bien puesta la bofetada y sobre todo los ojos tras la bofetada. Bofetada aparte, habla la película de la más alta cota en la cosa del amor. No es ese picor tan dulce y tan cinematográfico que es el enamoramiento. Esa electricidad, los chispazos. Aquí no hay chispazos. La madera cruje, los pasos son lentos, las palabras podrían ser siempre unas últimas palabras. Nunca cae en el patetismo; me imagino la misma película dirigida por cualquier otro, y qué fácil caer en el histerismo de los gritos, vómitos, lágrimas, como una nueva versión de El exorcista.
Me gusta que esos ancianos, sí, tan educados y cultos, comprendan que la vejez no es una regresión a la infancia, que el anciano no es un bebé arrugado, el despojo de una vida. En esa dignidad recobrada, o en esa resistencia, no hay orgullo o una coquetería exagerada. Se acepta el cuerpo como una elevada alma, y cuando el cuerpo se derrumba, qué queda.
Haneke no parece haber hecho otra cosa a lo largo de su carrera que mostrarnos al ser humano como monstruo. Pero un monstruo civilizado también. Y un monstruo contra la barbarie.