“Amor”, de Michael Haneke

Ayer vi “Amor” por segunda vez; lo hice con mis padres y sus amigos sexagenarios, que han venido a Madrid para hacerme compañía en esta semana que no es fácil, aunque lo ignoran. Desconocen, como el 99,99% de la humanidad, los motivos por los que estos días se me clavan en la garganta como una espina. No me engaño: he depositado en ellos, en su muerte que se va produciendo según lo previsto cada 24 horas, una esperanza ingenua que, dicho sea de paso, no se cumplirá.

Intuyo que estoy jugando sola.

Pero me da igual.

Siento algo diferente. Siempre he encontrado cierto placer imaginándome el dolor, y ahora ese dolor imaginado e irreal desborda caminos nuevos. El sufrimiento multiplica sus posibilidades.

La primera vez que vi “Amor” fue con Jorgito, el 31 de diciembre. La película, ya a la venta en Francia, aquí no se había estrenado todavía, pero él la había conseguido en un homenaje no previsto a la época española del contrabando y el estraperlo. La vimos en francés, con la luz del salón apagada y un montón de cervezas dentro de bolsas de plástico esperándonos en la cocina. Después de nuestro pase privado íbamos a una fiesta (y que nadie se lleve a equívoco por lo de las cervezas: la fiesta destiló glamour; sirva como ejemplo que alcanzamos la madrugada jugando a adivinar el nombre de escritores del XX). No sé cómo me las arreglo, pero, aunque sólo 48 horas antes sea la persona más feliz de la galaxia, siempre consigo llegar triste al Año Nuevo.

“Amor” ayudó un poco. Yo no tenía ni idea del argumento: un matrimonio anciano, burgués, intelectual y bien avenido, con un piso espléndido en París y una vida dedicada a la música, se enfrenta a la decadencia y el proceso lentísimo hacia la muerte cuando a ella le diagnostican una obstrucción en la carótida que le deja paralizado el lado derecho. Impresionante documento.

No es que los actores sean buenos, que lo son y mucho: tanto Jean-Louis Trintignant como Emmanuelle Riva aparte de magistrales en su interpretación, me parecieron unos valientes, porque debieron de pensar muchas veces, a lo largo del rodaje, que lo que estaban construyendo de mentira podía ocurrirles de verdad al instante siguiente… a lo que iba, no es sólo que los actores sean buenos, es que Haneke consigue con “Amor” generar una inquietud en el espectador que, al menos para mí, desde “Funny games” (1997) estaba perdida.

Recuerdo cuando vi “Funny games” o, para ser más exacta, los primeros diez minutos de “Funny Games”. Era verano, mi padre me había hablado de ella y yo aún vivía en Valencia con mi familia. Estábamos en el apartamento de la playa y Canal + había programado la película de madrugada. Así que me quedé. Empezó y en casa todos estaban durmiendo. Tenía muy bajo el volumen del televisor. La única luz se colaba de las farolas de la calle, a través de la puerta vidriera de la terraza. Se escuchaba el mar y la peli arrancó con melodías clásicas, de Haendel, Mascagni y Mozart para, de golpe y porrazo, romper la imagen con los acordes demoledores de John Zorn.

El infierno estaba servido.

El infierno y el desasosiego; la sensación de que me encontraba asistiendo en primera fila a lo que no debía ver.

Entre la música y la escena de los huevos, no duré demasiado en el sofá. Me acosté; y no es que tuviera miedo. Era malestar; una incomodidad provocada por la humillación de los otros, por la idea remota, y por absurdo que parezca no del todo desagradable, de qué ocurriría si fuera yo una de las víctimas de la película.

Con “Amor” ocurre algo parecido pero multiplicado por mil, porque una sutil diferencia la separa de “Funny games” y la convierte en mucho más aterradora: la cinta del 97 nos cuenta una pesadilla improbable; la de 2012 nos habla de lo que nos espera.

La vejez y la enfermedad no son un asesino al que se pueda esquivar instalando la mejor alarma, rodeándose de gente o llamando a la policía. La única manera de no afrontarlas es morir antes, desaparecer de manera trágica, prematura y accidental, lo que tampoco es plato de buen gusto.

No hay alternativa.

Estoy aprendiendo a mirar.

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