Atravieso un periodo de convalecencia.
Me encuentro con Dori en la Puerta del Sol, cuando el reloj de la plaza marca las ocho y la noche y el frío del viernes devuelven a los edificios su condición de ruinas futuras, para adelantarse al paso del tiempo y mostrarme con una claridad nuclear la pena.
Nos conocemos desde hace dieciocho años, fuimos juntas a la universidad.
Tomamos un par de cervezas mientras cenamos en el Huertas 1, antes de pasar a las copas en Casa Pueblo, y recuperamos de inmediato la complicidad que, durante los meses sin vernos, ha permanecido en letargo.
Nos contamos la vida. Ella al día siguiente vuela a México; yo repaso mi agitada semana y menciono mi inminente visita a Barcelona. Dori tiene la melena negra, rizada y fuerte; los ojos claros; y sabe cosas de mí que yo ni siquiera recuerdo.
Devoro Invasor y Los pájaros amarillos; las dos novelas hablan sobre la guerra. Intercambio mensajes con Dani y José Luis, que leen "La clave está en Turgueniev"; me quedo al coloquio sobre los cortometrajes de Fran Boira, Edu Casanova y Jorge Roelas; llego en metro hasta Tribunal con Reca y me refugio en casa de Vituperio, que me conoce mejor que nadie, para escuchar a Falete y la versión de Iván Ferreiro de "Abrázame". Me vuelvo vulnerable delante de mi amigo, sin ningún miedo.
Tapada con la manta en el sofá rojo, a media luz, con Vitu a los mandos del ordenador, pienso en lo mucho que me han gustado siempre las películas y trato de ilusionarme, pero no puedo... porque sé que todas las treguas y los plazos, invisibles y secretos, se acaban; incluso aquellos con los que nos dimos la oportunidad de ser felices terminarán.
Y a este ya no le queda nada.
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