Villa no es un lugar real, sino una maldición limitada geográficamente. Es el infierno hecho a la medida de cada uno. En ella habitan los personajes imposibles de una ciudad inventada y flota el calor enervante que sienten por dentro los condenados. Porque eso es lo primero que se nota nada más llegar, incluso antes, cuando uno se va acercando a ese siniestro pueblucho, el calor asfixiante; ese calor tórrido que abrasa en verano y sobrevive en invierno, muy descarado, crecido por la humedad cómplice que viene directamente del mar cercano. La lluvia no tiene nada que hacer en este sitio; y cuando aparece, casi siempre efímera y torrencial, no hace sino aumentar la sensación de ahogo que atenaza al pueblo desde la mañana temprano hasta el principio de la noche. Apenas quedan entonces unas pocas horas para descansar.
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Aquí vienen a parar aquellos que la sociedad, no tan correcta ni tan justa ella misma, considera que debe apartar de su lado por ser una mala influencia. No son éstos los malos de verdad: simplemente son los que no interesan, de los que no se puede sacar ningún provecho. Somos los apartados.
En Villa coexisten explotadores de hijos, saqueadores de padres y herederos discutibles; embaucadores, prestamistas sin escrúpulos y bien armados, estafadores de poca monta y tahúres tramposos; exhibicionistas, proxenetas ambiciosos y prostitutas sin gracia. Cualquier ocupación, profesión u oficio del que se pueda obtener algo a costa de otros de la manera más vil tiene aquí su hogar. Incluso los más respetables conviven con sus delitos.