En los últimos meses se han estrenado varias películas ante las que sólo caben los odios o las adhesiones, películas que o bien levantan pasiones o bien se convierten en blanco de las mofas de quienes se aburrieron con ellas. Es el caso de, por citar tres títulos, Holy Motors, Cosmópolis y The Master. Es decir: tres peliculones. The Master, como todo el mundo sabe, es la última y esperadísima obra de ese genio llamado Paul Thomas Anderson, incapaz de filmar una mala película, y que es autor de Sidney, Boogie Nights, Magnolia, Punch Drunk Love y There Will Be Blood. Mi favorita siempre será Magnolia por unas cuantas razones que ahora no voy a enumerar.
Con The Master sigue anclado en ese clasicismo que empezara a tratar en Punch Drunk… y que explotó totalmente en There Will Be Blood. Continúa con las obsesiones de los personajes, en concreto centradas en dos figuras: las que interpretan Joaquin Phoenix (quizá en el mejor papel de su carrera) y Philip Seymour Hoffman (como siempre, bordando su trabajo). Se trata de hombres, igual que en el caso del Daniel Day-Lewis de su anterior filme, obsesionados, excesivos en sus reacciones, imprevisibles e impulsivos. Dos hombres que mantienen un pulso durante toda la historia: Phoenix como una especie de medio loco alcoholizado, un alumno o aprendiz que, como la oveja descarriada o el hijo tonto, sólo depara disgustos a quien lo acoge, y que deberá aprender que siempre se acaba sirviendo a un amo, vaya uno donde vaya; y Hoffman, el amo, el maestro de todo el circo, el padre para una gran familia, fundador de una nueva religión (inspirada en la Cienciología de L. Ron Hubbard), obstinado en domar a esa bestia rebelde que ha estado en el ejército y que dejó atrás un amor joven al que prometió volver a buscar.
Una de las virtudes de The Master es que, por lo que he podido tantear por ahí (en redes sociales, en conversaciones, en críticas, en comentarios…), para cada espectador significa algo distinto. Hay quien dice que es sobre la Cienciología, quien afirma que no trata de nada pero lo abarca todo, quien asegura que es una historia sobre dos hombres opuestos, quien insiste en que el protagonista no está loco sino falto de amor… Para mí, por ejemplo, la película es, principalmente, sobre la locura, sobre el intento de doma o manejo de quien está loco o está a un paso de estarlo; aunque, es evidente, trata otros muchos temas.
P. T. Anderson ha hecho una película muy compleja, que admite diversas interpretaciones, plagada de guiños y de simbolismos, en algunos tramos algo tediosa, fascinante en muchas de sus secuencias (la primera entrevista o interrogatorio entre los protagonistas, el instante en que Hoffman enseña a Phoenix a no reaccionar, todos los arrebatos de violencia de éste último, la secuencia del viaje al desierto y las carreras en motocicleta…). Hoffman a veces parece el Charles Foster Kane de Orson Welles, física e interpretativamente. Phoenix interpreta la locura de modo parecido al Jack Torrance de Jack Nicholson en El resplandor de Stanley Kubrick, con estallidos de violencia y actos inesperados. Una película que, si bien en los primeros minutos me aburrió un poco, me parece más extraordinaria cuanto más pienso en ella.
Con The Master sigue anclado en ese clasicismo que empezara a tratar en Punch Drunk… y que explotó totalmente en There Will Be Blood. Continúa con las obsesiones de los personajes, en concreto centradas en dos figuras: las que interpretan Joaquin Phoenix (quizá en el mejor papel de su carrera) y Philip Seymour Hoffman (como siempre, bordando su trabajo). Se trata de hombres, igual que en el caso del Daniel Day-Lewis de su anterior filme, obsesionados, excesivos en sus reacciones, imprevisibles e impulsivos. Dos hombres que mantienen un pulso durante toda la historia: Phoenix como una especie de medio loco alcoholizado, un alumno o aprendiz que, como la oveja descarriada o el hijo tonto, sólo depara disgustos a quien lo acoge, y que deberá aprender que siempre se acaba sirviendo a un amo, vaya uno donde vaya; y Hoffman, el amo, el maestro de todo el circo, el padre para una gran familia, fundador de una nueva religión (inspirada en la Cienciología de L. Ron Hubbard), obstinado en domar a esa bestia rebelde que ha estado en el ejército y que dejó atrás un amor joven al que prometió volver a buscar.
Una de las virtudes de The Master es que, por lo que he podido tantear por ahí (en redes sociales, en conversaciones, en críticas, en comentarios…), para cada espectador significa algo distinto. Hay quien dice que es sobre la Cienciología, quien afirma que no trata de nada pero lo abarca todo, quien asegura que es una historia sobre dos hombres opuestos, quien insiste en que el protagonista no está loco sino falto de amor… Para mí, por ejemplo, la película es, principalmente, sobre la locura, sobre el intento de doma o manejo de quien está loco o está a un paso de estarlo; aunque, es evidente, trata otros muchos temas.
P. T. Anderson ha hecho una película muy compleja, que admite diversas interpretaciones, plagada de guiños y de simbolismos, en algunos tramos algo tediosa, fascinante en muchas de sus secuencias (la primera entrevista o interrogatorio entre los protagonistas, el instante en que Hoffman enseña a Phoenix a no reaccionar, todos los arrebatos de violencia de éste último, la secuencia del viaje al desierto y las carreras en motocicleta…). Hoffman a veces parece el Charles Foster Kane de Orson Welles, física e interpretativamente. Phoenix interpreta la locura de modo parecido al Jack Torrance de Jack Nicholson en El resplandor de Stanley Kubrick, con estallidos de violencia y actos inesperados. Una película que, si bien en los primeros minutos me aburrió un poco, me parece más extraordinaria cuanto más pienso en ella.