Entre los libros de mi biblioteca hay uno en polaco. Lo compré hace unos años en un pueblecito cerca de Varsovia. Recuerdo estar paseando de vuelta al hotel cuando en el escaparate de una pequeña librería vi a una joven cambiando una bombilla subida en una silla. Tenía los brazos en alto de manera que su ombligo quedaba al descubierto al subirse su camisa. Era un ombligo feliz, sonreía todo el rato, y daba ganas de besarlo. Cuando entré, el ombligo ya había desaparecido. Su dueña, una pelirroja de melena recogida con un moño que se deshacía, me atendió detrás de un mostrador bajito mientras se colocaba un lápiz en la oreja. Quise pedirla que me envolviera su ombligo en papel de regalo, pero para no resultar atrevido, ni loco, tan sólo cogí un libro al azar de la mesa de novedades. Hoy, ese libro está en mi casa y de vez en cuando me gusta tenerlo entre las manos, aunque no entienda una palabra, para poder hacerme la ilusión de que sujeto sus caderas mientras cambia una bombilla.