Y en torno a mí giraba el mundo como siempre…


Sergio Dalma me da dos besos cuando entra en el ascensor de la tienda para bajar al parking y salir de nuestras vidas tres horas y media después de haber hecho su aparición estelar. Es viernes 4 de enero, son casi las diez de la noche y llevamos todo el día volcados en la firma: preparando el escenario en el hall de techo altísimo; la música ambiente; la disposición del producto; la gestión de la cola interminable de fans, que a las siete de la tarde alcanza su longitud máxima y llega a los escaparates de la competencia; la promoción en redes sociales; las fotografías... a cada uno nos corresponde una misión. La mía, desde las cinco, consiste en quedarme con la cámara cerca del cantante y el equipo que le acompaña, para inmortalizar el momento y asegurarme de que no falte nada; de que nadie eche nada de menos. Para cualquiera de las mujeres de edad indefinida que espera estoicamente su turno en la fila, soy una privilegiada. Yo al principio siento indiferencia, pero muy pronto cambia esa sensación.

El CD de "Vía Dalma II" suena en bucle y a todo volumen, diluyéndose en el espacio inmenso del vestíbulo, que parece otro en Navidad. Hay gente por todas partes, en las cajas, en la zona de empaquetado, en el mostrador de posventa... Se ha estropeado el último tramo de las escaleras mecánicas de bajada, y los clientes desceinden lentamente, peldaño a peldaño, marcando un ruído infernal al que terminamos por acostumbrarnos, y deteniéndose a observar a Dalma desde la perspectiva privilegiada que les concede la diferencia de nivel. Para evitar aglomeraciones, Jesús, que acaba de cumplir 32 años y es nuestro responsable de mantenimiento, con los brazos cruzados sobre el pecho y una actitud amable pero firme, no deja de repetir: "circulen, circulen, aquí no se pueden quedar".

Desde el pequeño reducto delimitado por las catenarias que aíslan la zona de la firma y la convierten en una especie de refugio, observo la actividad agitada que se desarrolla a mi alrededor, inmersa en un barullo indefinido, y cruzo miradas con los compañeros que, como yo, ocupan un puesto determinado en el extraordinario despliegue que hemos organizado para el evento. Por un momento, me visualizo dentro de una peli de Clint Eastwood, formando parte del dispositivo responsable de custodiar el trayecto de 50 metros del coche del presidente de los Estados Unidos. Los dos Javis están cerca y la cosa funciona en medio del caos.

Al otro lado de las puertas, el cielo se desliza del azul al negro más oscuro y la iluminación navideña de los comercios, su halo de neón, repta por el suelo y me lame los pies. Ya es prácticamente de noche cuando hace su aparición el ministro Wert, vestido con traje y corbata, acompañado de un escolta. Nadie le presta atención, hace sus compras y al poco rato desciende incómodo por las escaleras mecánicas rotas. Lleva una de nuestras bolsas rojas y lo quiera o no, mientras se aleja de la zona caliente de la firma y desaparece en el exterior, se integra en el orden secreto que nos mantiene en órbita.

Entonces empieza a sonar "El mundo" para recordarme que nada se detendrá; que hay algo imposible de nombrar que relaciona la situación y a los que me rodean con mi supervivencia. Me siento a salvo en medio de la multitud, con Sergio Dalma a mi espalda, escuchándose a sí mismo en el hilo musical, besando a la enésima fan y posando con ella. Parece un buen tipo.

Hay gente que nos quiere sin saberlo; aquella que, sin esfuerzo, se limita a estar ahí para nosotros, a nuestro alrededor; piezas de una constelación cuya solidez, discreta, permanece oculta hasta el inicio de la crisis.

La canción avanza y hago un repaso mental de la semana: las conversaciones eternas con Silvi; los whasapps de Palmés, Vicedo y Vitu; la presencia de Jorgito, que me puso "Amor" el 31; Raquel llamándome de madrugada para recordarme que lo extraordinario de las historias no es cómo terminan, sino lo que vivimos y aprendimos con ellas; la complicidad de Javi y Lolo, capaces de inspirar una serie de prime time; y Borja fotografiando el plato de pasta de su cena en mi honor...

Siento la calma que encierra la inminente caída por el precipicio; el vértigo de mi vida cotidiana, instalada en la excepción. Me pregunto si estoy escribiendo para alguien y, cuando la canción se termina, simplemente

sigo.

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