Pérdidas






Perderte en la ciudad que conoces.
 
Es fácil que suceda si la ciudad en la que vives es grande.
 
Además, alivia  no conocerlo todo.
 
Los sitios pequeños también rebosan sorpresas. Hay que escarbar en el matiz. Por ejemplo, la forma en que el sol arremete hoy contra la pared. El sol teje luminosidades jamás vistas en los rincones de mi casa.
 
Los niños son expertos en perderse debajo de una mesa. En habitar espacios huérfanos. Hay que agazaparse cerca del suelo, la nariz pegada a una fría pata de hierro con hedor a lejía.
 
Pero yo quería hablar de perderme en la ciudad en la que vivo. De perderme en Madrid. Si miro mi calle desde alguna ventana por la que jamás me he asomado, es probable que durante algunos segundos no la reconozca.
 
Madrid tiene cuestas, y los hitos de las lejanías ayudan a orientarse. A pesar de ello, me he perdido muchas veces. Luego he buscado algunos de esos sitios por los que he deambulado sin tener idea de dónde estaba y no he logrado dar con ellos.
 
¿Qué hace el recuerdo con esos espacios que se nos han antojado medinas por el encono con el que unas avenidas y unas calles no nos han llevado a la estación de metro indicada por algún transeúnte, sino a otra, generando entonces un hueco, una torsión en nuestro mapa mental? Pasan tres, cuatro, cinco años y ese lugar imposible sigue en nuestra cabeza,  con la salsa que la memoria haya querido echarle.
 
¿Qué ciudad forman esos recuerdos de lugares por los que anduve sin rumbo?
 
Esos trozos de ciudad nunca voy a encontrarlos. La memoria los ha maquillado al gusto de mis necesidades, y no los reconocería.
 
Un lugar que no he vuelto a encontrar a pesar de haberlo buscado: en Carabanchel, subiendo una cuesta, llegué a un montículo que colindaba con un solar alambrado. Desde allí se veía la Almudena, la cúpula de San Francisco el Grande, el Palacio Real. Se veía asimismo la tierra seca y los jaramagos amarillos del solar.
 
Luego viví unos años en Carabanchel. Me harté de subir por todas las calles en cuesta. Nunca di con la del solar, desde la que había regresado al centro en autobús. No hubo tampoco ningún autobús cuya ruta me descubriera el sitio.
 
Otro lugar sobre el que nunca supe: Plaza de Castilla, avenida de la Ilustración y a partir de ahí, un hueco.
 
Ocurrió el último día que vi a Isabel. Me acuerdo de ella a menudo. De su fuerza y  de su generosidad. También la definía esta palabra que me da miedo usar: entrañable.
 
Veníamos de visitar a un amigo común que acababa de tener a su primera hija. Isabel había llevado su coche, y me preguntó si podía acercarme a algún sitio.
 
Yo no quería que se desviara por mi causa. Ella tenía que ir al piso de su madre o de su tía o de su prima. Algo así. Yo vivía en Argüelles; la casa de su madre o de su tía o de su prima estaba bien lejos de mi antigua calle, Fernández de los Ríos.
 
El sol achicharraba, la ciudad estaba detenida porque era domingo. Nadie deambula por la calle en verano a las cuatro de la tarde. A mí la soledad de las calles bajo un sol justiciero me gusta.
 
Eres la única imbécil que sale a estas horas, me decía mi abuela. Me cuesta hacerle entender a la gente que esas palabras de mi abuela no eran dañinas. Estaban dichas con humor. Eran como el mote con el que Manolito Gafotas llama a su hermano: El Imbécil.
 
Le dije a Isabel: ve adonde tengas que ir y me dejas en cualquier sitio que te guste. Quiero perderme.
 
De acuerdo, me respondió.
 
Los edificios de la Castellana se derretían. En Plaza de Castilla a la izquierda empieza el ladrillo y el barrio-barrio; periferia hecha ciudad de mala manera, como casi todos los barrios excéntricos. Hoy leí esto: "El resultado son periferias sin identidad donde habitar solo puede ser sinónimo de aislamiento".
 
Isabel me dejó en una colonia cuyo nombre me sonaba y que he olvidado. Anduve durante un buen rato; llegué a un parque con nombre de mujer que luego busqué muchas veces en Internet. Quería perderme, sí, pero aquel lugar se me antojó demasiado atractivo como para no poder regresar a él con facilidad. Pregunté el nombre del parque, que describía un declive. Desde allí se atisbaba la trasera de algún edificio antiguo que debió de haber sido una fábrica, pero que a mí me hizo pensar en una estación de ferrocarril abandonada.
 
Googleé el nombre del parque a menudo. No salía nada.
 
O bien el hombre que me había dicho de qué parque se trataba se había equivocado, o yo había memorizado un nombre erróneo.
 
Observé el calor en aquella fábrica que me hacía pensar en trenes, en que estaba en un lugar en el que no estaba.
 
He contemplado muchas veces en mi recuerdo ese mismo calor.
 
También a Isabel.
 
Era la novia de un amigo; cuando rompieron, yo quedé del lado de mi amigo. Pienso a veces en llamarla; luego me digo que para ella tal vez yo pertenezca a una parte de su pasado que no desea resucitar.
 
Quizá sea una excusa: soy perezosa para las relaciones.
 
¿En qué se transforma alguien a quien vimos y querimos, alguien que pasó por nuestra vida con intensidad y que desapareció? ¿Son esas personas como las partes de la ciudad por donde nos extraviamos?
 
Cuando estamos perdidos los lugares se convierten en evocaciones andantes, se cargan con nuestra fascinación por asomarnos a otro mundo, o de nuestro afán de asociarlos a lo conocido para encontrar el camino de regreso.
 
Una tercera pérdida: septiembre de 2010. Había quedado con Susana y con Juan para ver su apartamento en Puente de Vallecas. Barajaba alquilárselo.
 
 
Ignoro qué diablos hacía yo ese día por los alrededores de Méndez Álvaro unas horas antes de ir al piso de Susana y de Juan. El caso es que ahí estaba. Y decidí ir andando.
 
Avancé por un parque que ocupa una colina, o eso creo. El Planetario andaba cerca. Muy pronto me vi en un bulevar peatonal atravesado por unas vías que iban a parar a una estación muerta y reconvertida en un museo o similar. En el bulevar se alzaba una plataforma o un mirador que tomé por un puente. Era mediodía, hacía un calor sin gracia porque yo llevaba demasiado tiempo caminando rumbo a Vallecas y la ruta se desdibujaba. La lógica era: si yo iba a atravesar algún lugar, éste se desconfiguraba. Las calles se negaban a llevarme. Cuando subí a la plataforma o al mirador que pensé que también era un puente no había por dónde avanzar. En mi recuerdo ha quedado esto: una plataforma que se asoma a un muro por encima del cual discurre la ciudad, como un animal esquivo. Ese lugar no existe. Es imposible que construyan miradores de cara a la pared.
 
Llegué tarde y hecha un asco a mi cita con Susana y con Juan.
 
No tengo fotos de los sitios en los que me he perdido. No puedo retratarme la cabeza.
 
La imagen que abre este post es de Marina Sanmartín. Una fallera cósmica.

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