Me lo contó hace más de treinta años, cuando era un crío.
Mi padre trabajaba en un banco del centro y muchas veces contaba anécdotas de sus clientes y de sus rarezas, también si había tenido algún problema con el director o no habían cuadrado las cuentas al final del día. La historia del héroe superó a todas.
Por lo visto había ocurrido en una oficina de las afueras. Entraron tres encapuchados armados y encañoñaron a los clientes y a los empleados. El tipo estaba en la caja y uno de los atracadores le apuntaba con su pistola. Fue entonces cuando surgió el héroe. Se levantó el cajero del mostrador y salió al pasillo directo hacia el atracador, diciéndole que era mentira, que aquella pistola era de plástico, que se largaran y dejaran de molestar a la gente. El atracador no lo dudó y le descerrajó un disparo en las pelotas. Mi padre se reía, el héroe, le llaman todos, y seguía riendo con una sonrisa tibia, como de niño travieso.
—Pero papá, ¿el hombre ya está bien?
—No lo sé, hijo, y yo qué sé, creo que sigue en el hospital. Está mejor. Saldrá de esa—y se debía arrepentir de haberse reído.
Han pasado más de treinta años y ahora estoy sentado en el vestuario del gimnasio, desnudo, mirando la larga fila de ancianos, con sus piernas escurridas y su toalla que les cubre el sexo. Pienso que alguna de esas toallas esconde el sexo mutilado por aquel atracador, que me gustaría levantar las toallas una a una y mirar, como Kiko Ledgard daba la vuelta a las casillas de los premios en el “Un, dos, tres”, y se giraba pícaro y decía vale, que hasta aquí podía leer.