Bello como una prisión en llamas, de Julius Van Daal



Este breve y magnífico libro de Julius Van Daal cuenta un episodio ocurrido en 1780 en Londres, cuando la abolición de la ley papista desembocó en un motín en el que se mezclaron la ginebra, los pobres y las ganas de linchar a los poderosos. La historia es de plena actualidad, pues leyendo sus páginas no es fácil evocar todas las manifestaciones callejeras que se están desarrollando en diversos países. Al lector español le recordará a todo lo ocurrido en Madrid, principalmente en lo que atañe a “Rodea el Congreso” y el choque entre la policía y el pueblo. Pero en aquel entonces eran más brutos: Londres arde, se arrasa con las destilerías para sumergirse en una borrachera colectiva, hay muertos y heridos, la ciudad acaba convertida en una gigantesca revuelta en llamas. Escrito como una especie de reportaje histórico, es uno de los textos más interesantes de este año. Lo prueban, por ejemplo, estos fragmentos: 

Los pobres no inspiraron temor por sus aspiraciones, que eran aún menos capaces de formular que hoy día, sino por la fulgurante revelación de su “estar juntos”: una manada cuya domesticación no era sino un barniz superficial y que amenazaba con regresar a la primera ocasión a la independencia soñadora del estado salvaje… corderos dispuestos a comerse a sus pastores. Pese a que sus amos redoblaron sus esfuerzos por reforzar su dominación (con o sin vaselina), en lo sucesivo los pobres ya no podían ignorar que constituían la fuerza central de la naciente sociedad urbana, máxime cuando habían mostrado a toda Europa, mediante el frenesí de sus orgías, la nueva universalidad de su clase, susceptible de derribar los muros de las bastillas y de poner el mundo patas arriba…

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El Parlamento reanuda sus actividades ese martes 6 de junio, y para permitir que los diputados ocupen sus escaños se despliegan todos los guardias a caballo con los que cuenta Londres. Concentrada tras las filas de jinetes, una multitud acude a abuchear a los traidores y a calibrar las fuerzas en presencia.

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De la noche, de los slums de Whitechapel o de Southwark, de los tugurios y albergues, de los talleres y los puertos, de los burdeles y las tabernas, surgen decenas de millares de pobres insomnes y sin futuro. Se burlan del papa y del rey, de los tories y de los whigs, de los ritos y de las rentas, del arte de gobernar y del de administrar. Quieren cortarle la lengua a los sermoneadores o devorar la mano que les arroja las migajas de la expansión mercantil, suprimir las leyes y la autoridad para que todo sea de todos y ver arder los presidios en una ciudad abandonada por los ricachones y los peces gordos. Ansían apasionadamente el fin del orden existente. Arden en deseos de realizar el viejo sueño de Cucaña de las grandes insurrecciones londinenses: ver por fin echar clarete a las fuentes públicas.

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Cuando llega, lúgubre, el alba, la insurrección ha sido vencida: el Támesis arrastra los cadáveres de los insurgentes, de los que las calles también están llenas. El Estado, amo del campo de batalla, consagra los días siguientes a escarmentar a los sediciosos. Entre las brumas y el humo de los incendios aparece el banco, a salvo y victorioso.

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Para el incipiente Estado burgués se hace cada vez más urgente acantonar a la soldadesca en sus cuarteles y comenzar a concentrar sus esfuerzos en inventar una policía urbana más eficaz y un sistema carcelario mejor adaptado a las exigencias de la economía y la moral mercantil. En adelante, la domesticación del pueblo llano será encuadrada y debidamente reglamentada. Extenuados por el trabajo, embrutecidos por la indigencia y maniatados por la ley, los pobres, que acababan de hacer temblar las bases de la propiedad y del beneficio, no tardarían en estar listos para extender la ambición de riquezas, en su marcha triunfal, a los cuatro puntos cardinales.


[Traducción de Federico Corriente]

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