"El que está acostumbrado a viajar, sabe que siempre es necesario partir algún día" (Paulo Coelho)
MULA |
1. Tenía, como siempre, asiento de ventanilla. Me gusta ver cómo queda atrás el suelo del que huyo. Era el final de un viaje demasiado largo. Yo era consciente de eso y también mi espalda y la desconocida mujer sentada a mi lado que decidió no darme conversación. Los inusitados días de sol en Inglaterra seguían llevando la contraria a mi pose melancólica. Definitivamente, aquel cielo azul había estropeado emocionalmente mi aventura. Quizás por eso, al cerrar los ojos en aquel duro asiento, soñé que saltaba por encima de las nubes con mis Converse negras, como botando entre camas elásticas de cirros y estratos. Saltaba y me reía como un loco sin un lugar concreto hacia dónde dirigirme. De repente, un beefeater con su uniforme de guardia ceremonial inglés me detenía.
—¿Dónde cree que va? —me dijo en el idioma indefinido de los sueños.
—Pues a casa —respondí juguetón.
Al guardia, aquella respuesta, no le pareció convincente. Sacó un bloc de su bolsillo y escribió en la primera hoja una número de seis cifras. Me multó.
—Oiga, pero, ¿por qué me multa? —quise saber.
—Porque no ha aprendido usted nada en este viaje.
2. Me desperté muy despacio, con el corazón latiendo a su ritmo habitual, sin sentir frío ni calor. El avión todavía no había despegado. No sé a vosotros pero a mí siempre se me hace más largo el despegue que el resto del viaje. Por suerte, todavía me quedaba paciencia. Era la primera vez que conseguía volar con Ryanair sin tener que pagar por algún imprevisto. Facturé por internet una única maleta de 20 kg. Teniendo en cuenta todo lo que me había comprado, era un peso razonable. Quiero decir que pagué lo que tenía que pagar por adelantado y así no me tocaron las pelotas.
La mujer sentada a mi lado se estaba hidratando los labios con una barra de cacao. Era morena de piel y cabello. «Qué fea es», pensé. Quizás no lo era. Pero en aquel momento, en aquel avión, todos me parecían feos. Muy feos. Con su ropa normal y sus melenas oscuras. Pocos rubios naturales. Gente hablando en castellano o en catalán.
No tenía mucha hambre. La noche anterior me había empachado comiendo nachos y bebiendo cerveza con los padres de María. Me emborraché porque antes habíamos estado bebiendo en un lugar llamado The Intrepid Fox en Tottenham Court Road. Es un local con música heavy, poca luz y gente vestida de negro. Uno de esos bares en que no te preocupa si se te cae la cerveza al suelo. Ni el suelo ni la cerveza son lo bastante valiosos.
Así que conocí a los padres de María bebido y no quise hablar demasiado para no cagarla. Los temas eran peligrosos, por ejemplo: Jimmy Savile, la crisis o la independencia de Catalunya. Lo mejor era optar por el silencio. Reprimí los eructos y me mantuve callado, así no les causé mala impresión (aunque buena tampoco).
—¿Y tú no has pensado en venir a vivir a Londres? —me preguntaron.
—No —dije. Aunque la verdad era que sí.
—¿Por qué?
—No lo sé. Simplemente, no lo he pensado.
3. Una vez en el aire, ya no podía dormir. Las azafatas de Ryanair trataban de venderme artículos absurdos a cada rato: perfume, revistas de decoración, caramelos de menta, billetes de tren, un bocadillo de pollo... Yo solo quería que pusieran una película de dibujos aunque sabía que no lo iban a hacer. Algo inofensivo de Warner o Walt Disney. No como el corto que vi en la Tate Modern en el que la sombra china de un negro era sodomizada por la silueta de Abraham Lincoln y después se chupaban la polla. Arte contemporáneo, ya sabéis. Quería una excusa para llorar. Cualquier excusa. Yo no sé llorar por mi propia tristeza, necesito un motivo externo. Cualquiera vale. Por ejemplo, dibujos que me recuerden a mi infancia. Entonces, lloro por los dibujos, no por mí.
Dos días antes de montar en ese avión, había llorado viendo el musical de El rey león. Estaba yo solo en aquella platea llena de niños que se reían. Y yo llorando durante la canción I just can't wait to be king porque era mi parte favorita de la película cuando era pequeño.
Llamé a la azafata. Nunca compro cosas en los aviones, ni siquiera comida. Pero estaba muy aburrido. Le dije:
—¿Podría tomar una café con leche, por favor?
—Por supuesto —dijo la azafata—. ¿Desea alguna cosa más?
Era miércoles, el día que más odio de la semana.
—Pues sí, pero no creo que pueda ayudarme.
—¿Qué desea? —insistió.
—Deseo ser inglés.
La azafata se rió, pensó que estaba bromeando, y me trajo el café con leche. Era muy malo, como esperaba. Pero estaba caliente y me mantuvo distraído un rato hasta que el capitán anunció que estábamos a punto de aterrizar en Barcelona.