Aterricé con el cartel de becario en La Vanguardia en diciembre de 2002, en aquella vieja redacción de la calle Pelayo, que olía a tabaco, sudor, carajillo y periodismo pata negra, y que tenía su base en la parte de la ciudad donde lo burgués y lo canalla se funden en un abrazo. Llegué pocos días antes de que Bush hijo lanzara sus tropas sobre Irak para matar a su padre y, de paso, a Saddam Hussein, inaugurando lo que años después han bautizado como las “primaveras árabes”. Henchido con ínfulas de estrella del rock, pensando que con mi fugaz paso por ABC y EFE, grandes escuelas de periodismo, ya sabía todo lo necesario del oficio, e intoxicado por las lecturas de Tom Wolfe y la Rolling Stone, ese intento norteamericano de vender como propio un “nuevo periodismo” que es el buen periodismo de toda la vida, me prometí que no me iría de ahí sin demostrarles quien era. Reunía, pues, todas las papeletas para engrosar la lista de voluntariosos becarios engullidos por la maquinaria del periódico, que ni siente, ni sufre, ni llora.
Un destino fatal que llevaba escrito con letras rojas en mi tierna frente, cuidada con crema nivea y buenos jabones, como un alférez provisional, y del que me salvaron los miembros de la sección de internacional, no sé muy bien todavía a santo de qué. El jefe Carlos Esteban, Placid García-Planas, Patricia Tubella, Miriam Josa, Jordi Muntaner, Enric Tintoré, Félix Flores me adoptaron como su “niño pequeño”, cariñoso apelativo con el que todavía me llama alguno de ellos. Con paciencia del buen artesano, corrigiendo mis errores, pulieron mi prosa y miraron hacia otro lado en cada muestra sonrojante de incompetencia. En esa sección conocí también a Xavier Batalla, el corresponsal diplomático del diario.
Serio, irónico, modesto y algo distante a veces, porque Batalla no estaba para monsergas, trabajaba en el cuarto de los editorialistas y fumadores, un lugar privilegiado que compartía con Alfred Reixach y Juan Mari Hernández Puertolas, y se pasaba por la sección de Internacional un par de veces a la semana. Le gustaba bajar con la tropa, siempre con su cigarrillo en la boca, porque entonces en las redacciones se podía fumar, beber, blasfemar, echar la siesta e incluso follar en algún cuarto oscuro, para comentar esa prensa extranjera que conocía al dedillo, o para hablar del último partido del Barça, otra de sus grandes pasiones mundanas.
Fallecido hace unos días demasiado joven por culpa de un tumor hijo de puta, Batalla me trató desde el primer momento como un periodista, como un compañero, cuando sólo era un pipiolo, sin resaltar mis carencias. Poseía la elegancia y las maneras de un señor de Barcelona. Incluso más de un mediodía, con Eduardo Martín de Pozuelo, Jordi Bordas, Teresa Sesé y a veces también con el escurridizo Esteban Lines, me invitaban a sumarme a sus comidas en el restaurante del CCCB. Cursos avanzados de periodismo y vida por el módico precio de un menú, que ahora recuerdo con melancolía y tristeza días después de la muerte de Batalla. Un periodista, un compañero, un maestro, un señor. Algo poco común.
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