El territorio perdido



Asocio mi infancia y primera adolescencia al mar, al cielo gris y la arena fría de las subidas lentas de la playa, después de animar en partidos de fútbol eternos, que enfrentaban a padres contra hijos; y en los que mis hermanos y mis primos se dejaban la piel. Es un territorio perdido, una ilusión con el peso en la memoria de los lugares a los que no se puede volver y la transparencia de los fantasmas. Y, sobre todo, mi infancia es un país compartido.

Nadie conoce mejor nuestros secretos que los que crecieron con nosotros, por eso, a veces, nos alejamos de ellos sin saber muy bien por qué, cómo quien huye de un amor que puede hacerle daño.

Hay una fotografía clavada con una chincheta de color verde en una de las paredes de la habitación de mi hermana, en Valencia (allí es donde duermo cada vez que vuelvo a casa, porque mi habitación ha sido tomada poco a poco por los libros, las películas y las carpetas de proyectos antiguos de mi padre): en la imagen aparecemos mis primos Lucas y Pepe, mis tres hermanos y yo; todos en bañador, muy pequeños, ninguno por encima de los diez, mirando a la cámara con la playa Romana de fondo y una luz que delata la caída de la tarde. Mi primo Pepe lleva un trasquilón en el flequillo y se ríe mellado, probablemente porque recuerda la tarde anterior, en la que él mismo se lo hizo con unas tijeras enormes, de acuerdo a las reglas olvidadas del enésimo juego que inventamos. En un primer momento, visto el resultado, aterrados ante la reacción de nuestras madres, le pusimos una gorra roja y le hicimos prometer que no iba a quitársela en los próximos ocho lustros.

Pero fuimos descubiertos.

No hubo dolor en aquellos años, pero sí canciones de El último de la fila; un pollito violeta que se llamaba Nícol, al que casi ahogamos con una bufanda del Valencia CF, poseídos por una crueldad que sólo puede ser infantil; un primer cigarro, ponche Caballero en vaso de plástico y algunos síntomas, porque creo que entonces ya no sabía ser feliz.

También hubo lecturas precoces, amaneceres en la orilla y un primer amor.

Eso es lo que más recuerdo: la llegada de la luz, mágica, mezclada con un desconocido sentimiento de insatisfacción; el deseo virulento y aún no sometido de quien todavía no conoce el rechazo. Solíamos recibir el día en los bancos de piedra blanca que rodeaban las oficinas centrales de la urbanización, un edificio con forma de burbuja, y miraban al mar. Cuando llegábamos a ocuparlos, al final de la madrugada, estaban fríos y nosotros cansados de bailar en los cuatro bares del pueblo, somnolientos... ahora sé que el amanecer no nos sorprendía: lo esperábamos. Aguantábamos por llegar hasta ese momento líquido y deshabitado del mundo. Era una especie de último refugio para un tiempo que empezaba a desaparecer.

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