"We'll meet again, don't know where, don't know when. But we'll meet again, some sunny day" (Vera Lynn, We'll Meet Again)
MULA |
1. María no tenía agua caliente en casa. Se había estropeado la caldera. Así que el primer día no me duché. El segundo, me sentía un poco sucio y traté de hacerlo con agua fría. Juro por Dios que canté entero el primer acto de La Traviata antes del segundo enjabonado. Me quedó muy bien, especialmente las notas más altas. El tercer día, María me dijo:
—No sufras más. Ve a ducharte a casa de Raquel.
En Londres el agua caliente es tan imprescindible para vivir como la calefacción o tener una kettle en la cocina. Así que dije: «De acuerdo».
Sonaba sensato.
Raquel vivía en Stratford, un barrio trabajador con muchos vecinos negros. Yo lo conocía bien porque era el mismo barrio en el que habíamos vivido juntos hacía ya cinco años. Recuerdo que Ed no quería venir a visitarnos porque decía que estaba demasiado lejos y era demasiado peligroso y marginal. Ed vivía en South Kensington, de manera que casi cualquier barrio le parecía lejano y marginal. Menos South Kensington.
2. Bajé del metro empapado de cierta nostalgia, agarrando en el interior de mi bolsillo mi cámara de fotos de cinco megapíxeles. Había pasado un lustro y yo había cambiado mucho, aunque aún no había aprendido a caminar sin pisarme el bajo de los pantalones. Me monté en la escalera mecánica que llevaba al exterior y fue entonces cuando me di cuenta: la estación era ahora el doble de grande.
Aquel era el otoño después de las Olimpiadas. Stratford era una de las estaciones más cercanas al nuevo estadio y a las residencias donde se habían alojado los atletas. Por eso, todo estaba remodelado. Salí al exterior, hacía sol. Incluso calor, creo recordar. Puede que esté exagerando. Las casas eran nuevas y resplandecientes. Las nubes se reflejaban en sus cristales. Habían construido un enorme centro comercial justo allí delante donde no recuerdo que hubiera más que vías de tren. Raquel me estaba esperando, pero no pude evitar pasarme a curiosear.
Seguí la marea de gente. Aunque era miércoles, todo el mundo parecía dirigirse al mismo sitio. Subí a otras escaleras mecánicas que conducían hasta un puente con dos muros de vidrio a los lados. Al fondo, dos o tres grandes edificios me daban la bienvenida junto a un cartel que decía: Westfield. Me sentía como Dorothy entrando a Ciudad Esmeralda, aunque no tenía nadie con quien compartirlo. Me acerqué a las puertas automáticas sintiendo el corazón detrás de las orejas. Se abrieron con normalidad. No tuve que hacer de Jedi como me pasa en otros centros comerciales.
Una vez dentro, todo me pareció más convencional. Las típicas tiendas. La típica gente. Eso sí, mucha elegancia. Es algo que tiene Londres de por sí. Yo sentía un poco de vergüenza con mi chaqueta de plumas y una mochila que compré Bournemouth para llevar, en este caso, ropa interior y un bote de champú. Estuve un rato paseando. Entré en Primark. Compré dos camisas y una corbata roja. Cogí en una tienda de trajes un application form donde me preguntaban de qué raza era, aunque —decían— no era obligatorio que contestara. Las opciones eran:
«Bangladeshi, Indian, Pakistani, Black African, Black Caribbean, White and Black African, White and Black Caribbean, White and Asian, White British, White Irish or White Other».
María me explicó que era para proteger a las minorías, aunque a mí seguía pareciendo racista.
3. Salí de Westfield por la misma puerta por la que había entrado. Me acerqué a un mapa para ver la manera más rápida de llegar a casa de Raquel. Era todo recto.
Aquellas calles estaban llenas de recuerdos. La mayoría de ellos, de mí caminando medio dormido de vuelta a casa después de trabajar toda la noche. Conforme me alejaba del centro comercial, el barrio cada vez se parecía más a cómo yo lo recordaba. Una mujer con un cochecito de bebé discutiendo a gritos con un hombre que la cogía del brazo. Una pareja de abuelos circulando en esa especie de moto para gente mayor, uno al lado del otro. Un joven musculoso haciendo flexiones sin camiseta en una barandilla en el jardín de su casa.
Pasé delante de un colegio exclusivo para niñas musulmanas donde un hombre de chaqueta gris me entregó un panfleto que decía: «Fighting against racism in south east London». Era como Hospitalet pero mucho más sofisticado.
Después me perdí. Di unas cuantas vueltas a la manzana. La orientación no es uno de mis puntos fuertes. Giré a la derecha y después a la izquierda. Caminé durante diez minutos, hasta encontrarme de frente con dos casas blancas idénticas. Tenía que ser una de esas. Me acerqué a la puerta de la casa de la izquierda. Dudé si picar al timbre. Me asomé a la ventana y ahí estaba Raquel en su ordenador. Me saludó y salió a abrirme.
—¿Qué te ha pasado? —me preguntó.
—¿A mí? Nada. ¿Por qué?
—Has tardado dos horas en llegar.
El tiempo pasa deprisa cuando estás de vacaciones.