En los rincones de discretos restaurantes, hombres otoñales de plateada cabellera sueñan con haber enamorado a las jóvenes mulatas con las que comen marisco y beben cava. Hombres maduros con miradas de adolescente, miradas de chicos recién salidos de la escuela que acaban de descubrir el olor a mujer, y la convicción de que tienen ante sí, en esas mesas con manteles blancos, la última oportunidad de mezclar el sexo con el amor.
Observo con cierta ternura a esos hombres inquietos, que tocan insistentemente la mano de las negras de culo respingón y sangre caribeña, mujeres perdidas en un viejo continente, corrupto, decrépito, al que arribaron un día huyendo de la miseria material. Un gesto casi automático que busca la confirmación de que ellas siguen ahí, que son princesas de ébano reales y que no se esfumarán al llegar la medianoche y mientras siga corriendo el alcohol de marca. Hablan de viajes al extranjero, de casas en la playa… Las palpan, ansiosos y cargados de miedo, mientras observan alrededor la presencia de cazadores al acecho.
Una inquietud propia del adolescente en su primeras escaramuzas que esos veteranos creen justificada por los años vividos, las cornadas dadas y recibidas, y el cansancio que les provoca la batalla diaria para conservar la ilusión del seductor. De ahí que busquen la oscuridad de restaurantes discretos, pero suficientemente caros para demostrar a las macizas multas que, a diferencia de los jóvenes que las siguen cortejando, si permanecen a su lado tendrán garantizada una cartera llena de billetes, un coche alemán en el garaje y el catálogo completo de Tous.
Observo a esos hombres, nuevo creyentes de los tejanos desgastados y las camisetas oscuras de marca intaliana, con la complicidad del que no puede asegurar que de esa agua no beberá y la convicción de que me muchos de ellos saben que viven en el alambre. La fiesta debe, pues, continuar para esos zorros plateados y para las multas de culo respingón que, cuando sus hombres se ausentan unos minutos para ir al servicio, buscan mis ojos, me miran fijamente con sonrisas cómplices, seductoras, y me dicen sin hablar: “Sí, chico, esto es lo que hay, que la vida es muy dura”. Sobran las palabras, que siga la fiesta.
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