Domingo de pueblo y decapitación
El domingo es un día de pueblo. No porque la gente se vaya al pueblo, aunque también. Yo diría que el pueblo viene a la ciudad el domingo. La ciudad, más bien, abandonada por los apresurados, tiene el despertar lento que no acaba de llegar, y eso es muy de pueblo. Todos esos bostezantes tienen algo de pueblerinos, caminando dichosos y aburridos por las calles con las manos en los bolsillos. Después anochece tan rápido que indigna. No hay ni tiempo para escribirle un poema a ese amarillo viejo de la tarde, ni a la nariz congelada de esas novias que pasan sonriéndose a si mismas, con ese andar eléctrico de los que tienen todo el mundo por delante. Da igual, tampoco sé escribir poemas.
Daría la tarde para pensar a lo Valle: "Estos mis ojos de tierra están tristes de mirar y de amar."
De tierra o no, aparto de mi vista unos libros que ya he leído. De vez en cuando limpio los alrededores de esta mesa. Necesito espacio, para estirar los brazos a gusto.
El otro día, tras escribir sobre el libro de Strachey, leí lo que me faltaba de un tirón. Qué bien escribe Strachey la muerte de Essex. Me gustaría poder escribir que Isabel I no fue más que una mala puta vieja, pero el retrato de Strachey no da para caer en tales razones. Es demasiado bueno; nos llega también la melancolía de la vieja reina. De todas formas Essex el traidor muere como un señor, a sus treinta y cuatro años, tras haber, entrecomilla Strachey, "derrochado su juventud en desenfreno, lascivia e impureza". Es decir, tras una juventud digna de haber sido vivida.
Así lo pinta el retratista: "De esta suerte, alto, espléndido, desnuda la cabeza, con sus rubios cabellos cayéndole sobre los hombros, se irguió por vez postrera ante el mundo. Luego, volviéndose, se inclinó profundamente ante el tajo, y, diciendo que estaría pronto cuando extendiera los brazos, se tendió sobre el cadalso. ¡Señor –exclamó–, sé misericordioso con tu postrado siervo! Y puso de lado la cabeza sobre el tajo. ¡Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu! Hubo una pausa, y de pronto se vio cómo los rojos brazos se extendían. El verdugo volteó el hacha y la hizo caer con violencia. El cuerpo no se movió, pero el horrible golpe hubo de repetirse dos veces más antes de que la cabeza quedase separada y corriese la sangre. El hombre se detuvo, y, tomando la cabeza por los cabellos, la alzó ante los presentes, exclamando a la vez: ¡Dios salve a la reina!."