Comida improvisada con Juan Sardá en la terraza de Las Arenas. Aparece así, de repente, después de una larga temporada sin haber tenido noticias suyas. La última vez que nos vismo fue hace meses, en la presentación de su segunda novela, Taksim (Sumadeletras), en el restaurante Carmelitas del Raval, junto al director de cine Isaki Lakuesta y un guionista gay de supuesto renombre internacional pero de insoportable verborrea . Las horas previas a ese acto las pasé bebiendo junto al Hospital Clinico, viejo remedio para matar la vergüenza, puliendo un discurso que, a tenor de los comentarios posteriores, consiguió que como mínimo no hiciera del todo el ridículo. Tras cumplir con la agenda fijada por la editorial, continuamos con una noche cargada de ginebra, frivolidad, performaces marcianas, reencuentros de viejos conocidos y un final con otra de esas huidas que caracterizan a Juan: sin previo aviso y camuflado en las oscuras esquinas del antiguo barrio chino. Después, apenas un par de mensajes intercambiados por twitter, hasta el pasado sábado.
Comida fugaz, entre su llegada a Sants procedente del Atl Empordá y su marcha a Madrid con el AVE. En apenas hora y media me informa con su estilo apresurado de numerosos proyectos de futuro: la tercera novela, un guión de cine sobre una comedia romántica, su “regreso” al periodismo… Escucho e intercalo mal que bien algún comentario, medio consejo.
Juan fue de los pocos noctámbulos que, llegado el momento, supo escapar de la cháchara pedante de nuestras madrugadas barcelonesas, cuando la ciudad era un hervidero de locales y pocos tenían repararos a la hora de presentarse como director de cine sin películas, como iconoclasta escritor sin un sólo folio publicado, o se autopromocionaban frente una esbelta extranjera como diseñadores gráficos a caballo entre Berlín y la ciudad condal. Era una divertida ficción que muchos creyeron eterna, y de la que Juan tuvo los cojones de escapar a tiempo, mudándose de Madrid a Barcelona, para enfrentarse en soledad al folio en blanco, escribir y crear algo sólido, real.
La atropellada conversación en Las Arenas, vieja plaza de toros de estilo neomudejar reconvertida en posmoderno centro comercial, refleja la personalidad de este escritor al que Ansón comparó su prosa con el Juan Marsé de las Ultimas Tardes con Teresa. Todo en él es así: rápido, intenso, brillante, agotador, divertido, polémico… No permite los términos medios: amor u odio. Algo que, coqueto y exhibicionista, conoce y explota a la perfección.
Yo le quiero desde hace más de una década, cuando una madrugada me asaltó acompañado por Jaime Casas, periodista brillante, en la barra del Biarritz, un club Indie-Pop, primera avanzadilla del Mond Club, junto a la plaza Urquinaona, hoy discoteca de gays musculados en gimnasios chic. Con sus pintas de hipsters-pijos y alguna melodía escrita en Manchester sonando en los altavoces de la disco, esos dos tíos a los que tenía vistos del bar de la universidad de periodismo me abrumaron con un torbellino de comentarios, exabruptos, referencias culturales, golpes en la espalda y risotadas, cuando yo sólo quería que la camarera rubia que cortejaba desde hacía semanas me sirviera otro gin tonic y la primera sonrisa. Hubo un detalle, empero, que me hizo prestarles de repente todo mi atención. Fue esa encarecida petición de Juan de que les echara una mano en la escritura de una revista de equitación, lo último que uno espera oír en una sala repleta de modernos con sueños de Dorian Gray, lo que me convenció de que aquellos dos extravagantes de eran, en el fondo, gente de mi tribu. Pasé de la rubia, esa noche y para siempre, y nos sentamos a discutir sobre literatura, cine, música y periodismo. No me equivoqué.
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