Jesús Ruiz Mantilla. Foto ©Marisa Flórez/Planeta |
Jesús Ruiz Mantilla: "Mi novela es una declaración de amor a Santander con todas sus consecuencias"
Entrevistamos para Revista de Letras al novelista y periodista de El País a propósito de la publicación de su novela "Ahogada en llamas"
Se dice garúa en porteño. El calabobos, la lluvia finísima, el chirimiri derrapando sobre toda la comedia humana de una ciudad. Diríase que el agua es el telón de fondo de Ahogada en llamas, la novela-crónica de toda una época de Santander que el periodista Jesús Ruiz Mantilla ha escrito a modo de antigua promesa y que va ya por su tercera edición. Una promesa que le debía tanto a su ciudad natal como a algunos acontecimientos que la hollaron, hasta ahora, no narrados. Una crónica de la ciudad cántabra, ecos de la Historia de España a través de la apertura invisible que Ruiz Mantilla hace de los tejados a dos aguas de la capital. El escritor toma los cuatro elementos al modo campesino y, talega de lona en el hombro izquierdo -la imaginación- y semilla en la mano derecha -el teclado- va sembrando humores y estados vitales en los ánimos de toda una urbe. Fruto de esa siembra, surgen los personajes de esta novela que vio la luz en marzo, de la mano de Editorial Planeta. Ya, grano en tierra, y pasado el arado romano, emergen de las calles cántabras las historias de la saga Martín-San Emeterio, saga que el aguacero constante ha creado, entrelazándose con la Historia, con la hagiografía de esas calles asomadas a la bahía, con la determinación e incluso con el destino.
Ruiz Mantilla, en una de esas tardes madrileñas de sol y asfalto, evoca el porqué de una obra a la que casi estaba predestinado. Nos reunimos en el Café Comercial, un lugar asiduamente visitado por su paisano, el poeta José Hierro. Corren en España unos tiempos no tan diferentes de los de la novela. Aquel día, las portadas de los periódicos hablan del “Caso Dívar”. Corruptelas y chapuzas nacionales. Ruiz Mantilla, que rezuma ironía, dice: “Mi libro empieza con una tragedia, la del barco Cabo Machichaco, que estalla, arrasando Santander, por las decenas de toneladas de dinamita que llevaba en su vientre. Una irresponsabilidad de la compañía a la que pertenecía el buque, la Ibarra. Nunca se depuraron responsabilidades. Justo eso es lo que está pasando en este país: ¿Qué pasa con Garzón, con la trama Gürtel, con Camps? La historia se repite. No siempre, es cierto, pero parece mentira que en el siglo XXI se siga con ese rastro de impunidad, con ese no poder “tocar” a determinadas personas. Toda esa decrepitud moral de nuestra Historia fastidia… Pero la llegas a “comprender” tal y como era el sistema caciquil de la Restauración con el bipartidismo de Cánovas y Sagasta. Pero ahora… ¡Habiendo transcurrido tantos años!”.
Ama la conversación este periodista que ha diseccionado en sus entrevistas para el dominical de El País las figuras de Michael Moore, Glenn Close, Lang Lang, Vila-Matas, Ricardo Muti o el tándem Sabina-Serrat, por poner unos cuantos ejemplos recientes. Es afilado su ojo a la hora de “desenmascarar” al personaje. Recuerdo, especialmente, una entrevista que le hizo a la artista conceptual Elena Asins, un ping-pong delicioso entre entrevistador y entrevistada. Ese ojo afilado para atisbar la cara oculta de los personajes públicos lo ha usado para reflejar la idiosincrasia de tres generaciones ubicadas en un marco temporal que comienza el 3 de noviembre de 1893, cuando la dinamita del Machichaco devora la ciudad, y que finaliza en una noche de febrero en la que el viento sur avivó un incendio que empezó en la santanderina calle Cádiz y que arrasó el casco histórico de la ciudad cántabra.
Cuenta Ruiz Mantilla que Ahogada en llamas era una novela “bendecida” desde su nacimiento. El día que empezó a escribirla fue un 3 de noviembre, día de su cumpleaños y aniversario de la explosión del Machichaco. Afirma que no se había dado cuenta de ninguno de los dos hechos y que lo vio -aun sin creer en ellas- como una especie de señal. Posteriormente, encontró en un baúl del abuelo de su mujer un cuaderno con postales y recortes que comenzaban con el incendio del barco y terminaban con el incendio del año 41. Por último, decidió ordenar el libro en estaciones. Así, uno de los momentos cúlmenes de la obra, el bombardeo fascista de la ciudad y el posterior asesinato de los presos leales a Franco, que tiene lugar un 27 de diciembre, transcurre dentro del último capítulo, “Invierno”, coincidiendo asimismo el momento de la escritura con la fecha histórica. Por eso, el periodista pensó que si tenía esas “ayudas” a la narración y a la estructura de la novela, tenía que “corresponderlas” esforzándose, cuidando el lenguaje y enriqueciendo a los personajes.
¿Por qué una novela sobre Santander?
Desde siempre existía en mí una necesidad de retratar lo santanderino. Y esto se unía al hecho de que nadie en Santander había sabido conectar bien episodios históricos que han supuesto un antes y un después en la historia de esa patria chica. Nadie había escrito la crónica de los años que van desde el incendio del Cabo Machichaco al incendio de 1941. Más allá de retratar la Historia de España a través de una ciudad, Ahogada en llamas es una novela que refleja todo un modo de vida, una idiosincrasia, la de mi ciudad. Un modo de existir que impregna aire, gente, gastronomía, toda una identidad colectiva. Y lo refleja a partir de un hecho luctuoso y tremendo, punto de partida del libro, que es el incendio de ese Machichaco. Así que me dije: ¡qué suerte tengo! Porque, al mandato que tenía como escritor, a ese contrato personal con mi ciudad, se unía el que los hechos no hubieran sido narrados adecuadamente. Por lo tanto, el narrarlo se convirtió en algo imperativo.
¿Sentía que antes o después estaba abocado a escribir sobre lo “norteño”?
En mi literatura siempre hay personajes del Norte, el ejemplo más claro es el de Monchón, el protagonista de Gordo. Siempre ha habido tipos santanderinos, tipos del Norte, pero nunca he narrado algo explícito sobre la ciudad. Así que mi meta fue captar la esencia novelada de Santander, que es un territorio poéticamente muy bien aprovechado, pero no narrativamente. Es obvio que el gran novelista santanderino y norteño es Álvaro Pombo -que influye mucho en la confección de Ahogada en llamas- pero él habla de Santander como un territorio mágico, en “neblina” y yo quería hacer de la ciudad algo terrenal y concreto. Y no hay nada más terrenal que reflejarla a través de una saga.
La odisea particular de esta familia surge del prólogo. Un prólogo en el que describe aquel estallido de fuego y pólvora que cercenó tantas vidas y que cambió la fisonomía del Santander de finales de siglo.
Intenté ser muy puntilloso en el comienzo de la narración. Me obsesionaba elaborarlo bien, porque nadie lo había hecho, salvo José María de Pereda en un relato maravilloso, pequeñito, titulado Pachín González. Gracias a ese esfuerzo colectivo de toda una ciudad, ese esfuerzo por sobreponerse y renacer, los hechos que acaecieron entonces debieron haber figurado en los anales históricos. Siempre me he preguntado por qué no habían quedado reflejados esos hechos luctuosos en el lugar en que tiene que estar reflejada la épica: en la ficción. De esa obsesión por narrar el incendio inicial fue aflorando una crónica que es la “carne de la novela” y que cuenta con personajes épicos como Diego Martín, el patriarca de la saga. Fui escribiendo el prólogo poco a poco, fijándome mucho en los detalles. Lo que más me costó fue encontrar un tono coherente en su conjunto. El del inicio es un tono bíblico y apocalíptico que me costó pulir. En él me interesaba reflejar la obsesión con Dios y con el Diablo, con el castigo. ¿Cuál tenía que ser la voz para narrar un suceso así? Fue una auténtica locura la primera parte, una búsqueda para lograr el equilibrio, pensando en todo momento que, a la vez, tenía que ser algo muy violento.
En el inicio del libro, que es imaginado, usted narra cómo los supervivientes del incendio del barco se van encontrando por las calles a los heridos; a los quemados, que son puro aullido; a los muertos, con los cuerpos destrozados. Y todo ello rodeado de la propia angustia por encontrar vivos a los seres queridos ¿Cuánto tiempo le llevó hacer esa entrada?
Ese prólogo, ese inicio… fue como una digestión o como una obsesión. Uno se prepara, se documenta, investiga, y, cuando todo está digerido, lo expulsa, explota sobre las páginas. Y, curiosamente, cuando sale, lo hace de una manera muy natural. El conocimiento obra en ti y se convierte en una especie selectiva, ya que extrae lo mejor, transformándose en materia narrativa. Y luego, después del inicio tan duro, van brotando los que de verdad acaban siendo los protagonistas de la novela, en ese contexto lúgubre y apocalíptico.
El lector llega a tener la sensación de ser alcanzado por trozos de metralla, por la negrura y la asfixia del humo, se duele, arrasado como Santander, y llega a creer que ni él mismo está seguro en su casa. Y también se da cuenta de que el ser humano es muy estúpido. Por el morbo de ver un incendio, los que estaban en aquella primera fila, en el muelle, murieron, entre ellos, Águeda Martín. ¿No somos demasiado cotillas los humanos hasta el punto de morir cuando no nos toca?
Sí, muy cotillas. La curiosidad mata a la gente y es terrible. Lo cierto es que todo es terrible en lo que concierne al Cabo Machichaco , por la falta de responsabilidad. Y la segunda explosión -que acontece meses después, mientras se trata de recuperar la dinamita que quedaba en la bodega del barco- es como una maldición, un castigo que acaba matando a los héroes, a esos buzos voluntarios que estaban intentando retirar lo que quedaba de carga explosiva. Pareciera que en ningún momento de aquel año la ciudad tuviera protección, la muerte venía del mar y la gente tenía pánico. De hecho, hubo que evacuar la ciudad para poder explotar el barco y que todo el mundo se quedase tranquilo. Por eso, en la confección del prólogo, mi mayor influencia fue la primera media hora de la película Salvar al soldado Ryan.
En su novela hace una importante defensa de Pérez Galdós, al que rescata en esos últimos años suyos en la finca de san Quintín, alejado ya del mundo y sus cortesanos.
Es que Pérez Galdós es nuestro Balzac, nuestro Dostoievski. Yo quería reflejar a un Galdós crepuscular, muy humano, muy por encima del bien y del mal. Un Galdós muy sereno y mujeriego. Y es que para escribir como él lo hacía hay que conocer muy bien la condición humana, sin juzgarla. Ése es el gran secreto de la Literatura, el no juzgar, y eso se aprende de él, un ser absolutamente tolerante, tan grande con la especie humana, tan rico, tan comprensivo, tan alejado de los privilegios, que no rompe una amistad con Marcelino Menéndez Pelayo por la cuestión de sus candidaturas para el Premio Nobel, a propósito del cual los partidarios de cada uno quisieron enfrentarlos. Eso es algo insólito, tanto él como Marcelino Menéndez Pelayo, representantes de las dos Españas que luego acaban en el barranco, anteponen su amistad a los laureles literarios.
Esas dos Españas que aparecen en las tertulias del mítico Café Suizo, donde se discute, se debate, se lucha por las ideas, pero siempre desde el respeto al ideario político del otro.
Quienes transitaban por el Café Suizo constituyen toda una generación, que representa el florecimiento del entendimiento, de la intelectualidad, del diálogo. En él destacaban las figuras de Menéndez Pelayo, Pérez Galdós y Pereda, tan opuestos. Y en ese mismo sitio ubico a personajes tan distantes en lo ideológico como Carlos Fuentecilla y Diego Martín. Hombres que se respetaron y, que, luego, se alejaron hasta perderse, debido a las circunstancias personales de cada uno. Y, sin embargo, cuando fallece Martín, Fuentecilla, que tanto tiempo llevaba sin verlo, que principios tan dispares tenía de los de su otrora amigo, se acerca al velatorio, a acompañar a la familia. El grupo de Galdós y Menéndez Pelayo muere sin ver la degradación de las dos Españas que ellos representaban, pero Martín y Fuentecilla sí sufren la degeneración de esos dos frentes opuestos; son los dos ejemplos de la sublimación y del infierno.
Existen familias míticas en la literatura española, me vienen a la memoria los Churruchaos de Los gozos y las sombras, de Gonzalo Torrente Ballester o aquel imaginario que rodeaba al Marqués Pedro Moscoso en Los pazos de Ulloa, de la Pardo Bazán. Ambos libros con estilos, además, muy parecidos al de su novela. ¿Por qué razón decide usted narrar una saga?
Mi propósito era crear una saga del siglo XXI. Las grandes sagas, efectivamente, se enmarcan dentro del siglo XIX. En el siglo XX hay una que me fascina, la retratada en Los Buddenbrook, de Thomas Mann. Ahora bien, el libro del XIX que me inspira es La Regenta. Clarín tiene esa cosa superlativa de la audacia, de no cerrar la novela con una convención. El final de La Regenta, las cinco últimas páginas, me parecen de una genialidad contemporánea, de un riesgo extremo, eso es lo que la convierte en una obra insólita. “Vamos más allá”, es el decir de Leopoldo Alas, es una manera grandiosa de cerrar una novela, el proclamar: “he puesto aquí todo lo que tiene que tener una saga de una novela decimonónica, pero voy a abrir una ventana al futuro”. Esa es la grandeza de La Regenta.
Los caracteres de la familia Martín van cambiando a la par que los acontecimientos históricos. Sin embargo, y aunque el lector se ensimisma con la atractiva historia de amor de Rafael y Marina, una vez cerrado el libro, nos damos cuenta de que quien ha movido los hilos durante toda la historia es Enrique, el hijo mediano. Un personaje que conlleva un gran estudio psicológico: una criatura que está ahí, en el medio, el que realmente adolece de la pérdida de la madre. Mientras el mayor, Diego, se aferra a la fe, y el pequeño, Rafael, al amor y a las ideas, él no tiene nada a lo que agarrarse.
Desde el principio es Enrique el que mueve los hilos. Y todo comienza con una delación, una traición para con su hermano Rafael, en la preadolescencia. Desde el comienzo, está urdiendo y conspirando. Es el personaje más trágico.
Y el que tiene más recovecos. Mientras que Rafael es el prototipo del ser bohemio y feliz.
Rafael es luz. Álvaro Pombo me decía: “¡Pero si es que le quería todo el mundo sin que hiciera nada, sin que hiciera nada!”. Es un “fracasado”, pero le da igual porque vive conforme a sus ideas, como quiere. De hecho, nunca triunfa en el medio artístico, hasta el final, donde se “sugiere” que en Francia están vendiendo los cuadros de un pintor español, aunque tampoco se sabe a ciencia cierta. Él, que comienza pintando cuadros luminosos, tiene que cambiar su pintura hacia lo oscuro, lo tenebroso. Qué disparidad respecto a la vida de su amigo, el expresionista Gutiérrez Solana. Solana triunfa a la vez que fracasa en lo personal, porque es un atormentado. Rafael fracasa en lo profesional, pero triunfa en lo emocional porque es un ser feliz… Todos los lectores me comentáis lo mismo: Rafael es de esos seres a los que la vida bendice. Y yo os digo (ríe Ruiz Mantilla): ¿Pero no os dais cuenta de que es un fracasado? Y, mientras, Enrique es “la mala bicha del culebrón”. A Rafael Martín le viene todo dado: es guapo, tiene labia, es inteligente, es creativo. En Santander, enamorisquea hasta a su propia cuñada, es el preferido de la servidumbre, del padre… Cuando se exilia en Madrid, inmediatamente se rodea de los grandes intelectuales de la época…
¡Y hasta Lorca se enamora de él!
¡Sí! Con esa facilidad de seducción que tiene hasta llega a empatizar con García Lorca… Y Rafael dice, además: “si yo fuera homosexual, lo sería con Lorca”. ¡Tiene hasta la suerte de que Lorca se prenda de él! ¡No un cualquiera sino nada más y nada menos que Lorca! Y es cierto que la figura de Rafael Martín es ideal pero con ese encanto va fomentando tragedias inconscientemente. Él se deja llevar por los vientos y siempre se salva.
De hecho, la genial vuelta de tuerca final hace que Rafael consiga exiliarse a Francia gracias a Enrique, gracias a la súbita piedad de su hermano en el último momento.
¿Tú crees que es Enrique el que salva a Rafael de que lo apresen? En parte, sólo en parte. ¡Rafael se salva por una improvisación, por una chapuza! Los esbirros falangistas que estaban en el cementerio de Ciriego para apresarlo se distraen en las labores de vigilancia. El cabecilla, ¡justo cuando aparece Rafael!, se agacha a apagar un cigarrillo y el secuaz, a su vez, estaba leyendo el periódico. Y da ganas de decirles: “¡sois malos, sangrientos y violentos, pero no estáis a lo que estáis!” ¡A Rafael le salva la chapuza española! Ahí quiero destacar lo chapuceros que somos los españoles, algo que me hace pensar… ¿cuánta gente se habrá salvado en la guerra o en la dictadura gracias a la chapuza?
La figura del padre Diego Martín, el primogénito de la saga, también tiene su complejidad, con ese vivir en la contradicción constante entre la fe y la carnalidad de su amante Raquel.
Diego es un fanático maravilloso del que el lector se apiada. Quizá no llamen tanto la atención los cambios de Diego porque la coherencia de él es una coherencia básica, la del fanatismo: por Dios y por el amor. Por Dios y por la rubia Raquel. En la literatura de Pereda, no puedo soportar a los curas, se me hacen imposibles, como me ocurre con el padre Damián en Sotileza. En una saga tiene que haber un cura fanático y humano en todo. Diego es tan fanático que se muere de amor y se suicida, haciendo todo lo posible para que lo maten.
También tiene el padre Martín ese punto de las novelas del siglo XIX, el de agarrarse a Dios como tabla de salvación nada más morir su madre, deseando ser sacerdote de inmediato.
Exacto. Cuando alguien dice “Dios me salvará de este dolor”, empieza un mecanismo fanático. El contrapunto en la novela al muy católico padre Martín es Carmen Revuelta, su madrastra, que se hace protestante. Cuando escribía la novela, me mandaban libros para documentarme y, entre ellos, recibí uno llamado Historia de los protestantes en Santander. ¿Quién se iba a esperar que entre la burguesía santanderina de aquella época hubiera protestantes y una señora se convirtiera desde el catolicismo? ¡Es de una excentricidad tremenda! Por eso funciona tan bien el personaje de Revuelta. Esa historia del protestantismo en la burguesía es “la ventana al Norte”, que decía Pombo.
De hecho, desconcierta la figura, visceral, tremenda, matriarcal de la segunda señora Martín. Uno espera que venga otra Águeda, sumisa, recogida, tranquila.
La razón de crear así a Carmen Revuelta, con esas características, es hacer ver al lector que el patriarca, Diego Martín, es un hombre que puede amar a muchas mujeres diferentes, radicalmente distintas, por la razón, por la bondad, por la espiritualidad… Y, sobre todo, por la carnalidad. A través del cuerpo y del puro sexo salvaje es como Carmen Revuelta se hace dueña de su nueva casa. Ahí es donde demuestra una mujer de esa época cómo puede ejercer su poder: esa siesta, ambos encerrados en la habitación, desde la que se oían los aullidos de los dos amantes… Ante ese panorama, nadie pone en duda quién manda en la casa. Es algo animal lo que siente Diego Martín hacia su segunda mujer.
Un Diego Martín, culto, tranquilo, poco amante de vicios o extremismos, que se convierte en un ser sumiso en manos de la esposa. Transforma a ese hombre hecho y derecho.
Es que el sexo y Carmen son la debilidad del personaje. Y Diego Martín, que es un ser “ideal y maravilloso”, digno, de principios inquebrantables, esconde también otra cara. Cuando llega el momento propicio, y gracias a los oficios de su hijo Enrique… ¡Lo único que desea es ser rico!¡Lo que le gusta es el dinero fácil! Carlos Boyero, tras leer la novela, me dice: “¡Pero si Diego Martín lo que quiere es hacerse rico” y le respondí: “Lo clavaste”. Y fíjate: todos los personajes tienen sus matices, su parte oscura. Esa ambición económica a Diego Martín se le perdona; las disquisiciones de Rafael también, porque es un fracasado y ama de forma imposible a Marina… En cambio… ¡a Enrique Martín no se le perdona nada!
Lo cierto es que los cuatro hombres Martín son una especie de postes en la novela: cada uno tiene su carácter, su personalidad definida, pero las que mueven los hilos alrededor de ellos son las tres mujeres: Carmen Revuelta, la rubia Raquel y Marina, aunque a ésta se la vea de forma menos clara.
Sí, son mujeres muy poderosas en el silencio y en lo explícito. La rubia Raquel domina al cura Martín y, aunque se le va de las manos toda la historia, al final, triunfa. Cuando lee la carta de su antiguo amante, la carta de suicidio, se da cuenta de que su amor ha permanecido en el recuerdo y ha triunfado. Y, no te olvides, también la matriarca de la saga, Águeda, aunque aparece poco, es una fémina poderosa.
¿Con cuál de todas esas mujeres se queda?
Con un popurrí, una especie de postre. Me encanta Carmen Revuelta, me fascina la rubia Raquel que es el misterio, el enigma, el silencio, la acción fantasmal. Marina es la que más está hecha para gustar, pero es la que menos me atrae, ella es la esposa que espera, la mujer paciente. En cambio, las otras dos rompen con lo establecido.
Y me pregunto qué habría pasado si no existieran esas murallas sociales entre las dos parejas de amantes; en un caso, porque uno es cura y, en el otro, porque ambos son medio hermanos. ¿Hubieran sido posibles esos amores? En el supuesto caso de que fueran amores, en lugar de pasiones.
Probablemente hubieran acabado fatal. Son caminos abiertos que dejo ahí, con su interrogante… Es más, ¿cómo acaban Rafael y Marina? Al final, cogiendo un coche, que les lleva a Francia… mientras llovía. La lluvia en Santander, ese elemento poderoso. Para nosotros, la lluvia es tan constante, tan fuerte, tan eterna, que se tiene la sensación de que nada va a cambiar… Ellos se exilian “mientras llovía” y en Cantabria siempre llueve, luego… Nada cambia. En tu Andalucía es todo lo contrario: la lluvia es la esperanza. En Santander, la esperanza es la luz. El final es muy ambiguo, pero tenía que acabar así, lloviendo, porque el agua es nuestro gen.
¿Todos esos personajes santanderinos, entrañables, tienen su origen en la realidad o son producto de su imaginación?
Hay un libro maravilloso que se llama Tipos populares santanderinos y de él los he extraído, han existido, son reales. Son personajes propios del realismo mágico, todos formaron parte del cosmos del Santander aquél: el Cagueta, Arcilla, las pescaderas de las Atarazanas, Pombito, la Matacocos, el Pichuca. Ese libro lo escribió Rafael Gutiérrez Colomer (por él, Rafael Martín lleva su nombre), que era un caricaturista fantástico y, además, abuelo de mi mujer. El libro se convirtió en un best-seller en los años setenta en incluso Claudio Magris, en El infinito viajar, le dedica un capítulo. Las historias son fascinantes porque hablan de la marginalidad, del alma santanderina. Hoy día, de hecho, existen esos personajes equiparables a aquéllos. Se podrían hacer otros personajes típicos con los que conocí en mi infancia como Fernandito, el de la obra de San Martín, que era hijo de Alfonso XIII…
Respecto a los veraneos de Alfonso XIII en La Magdalena, me impactó la siguiente frase de su libro: “convirtió a Santander en un burdel”.
La intrahistoria de los veraneos reales se conoce en la ciudad, pero que nunca se ha escrito más que en la literatura de lo anecdótico. Los libros recogen lo oficial… Pero lo que la ciudad sabe era del ir y venir de las favoritas, de las estancias de Carmen Moragas, de los abortos inducidos, del encaprichamiento de las muchachas de Santander por parte del Borbón, como ocurre con el personaje de Toñina en el libro (a la que “usa” y luego “tira”), de la adulación de toda la Corte que se forma aquí…. Se sabe del glamour, pero yo quería escribir acerca de esos bastardos que dejó aquí el Rey, que eran, como te dije antes, personajes típicos, como el tal Fernandito… Fernandito era un chico que repartía revistas de un centro de acogida de niños sin recursos, de deficientes mentales. Y resulta que Fernandito era el hijo de Alfonso XIII, todo un Borbón, además, físicamente. Esto no estaba escrito. Y había que escribir sobre lado oscuro de ese glamour.
Incluso la Reina se ve obligada a ausentarse y se instala en San Sebastián, tal era el comportamiento de Alfonso XIII.
Victoria Eugenia huye a Donosti porque la situación era humillante. No podía soportarlo a pesar de su flema inglesa y aunque fuera una profesional como lo es la Reina actual. Simbólicamente, es muy fuerte el comportamiento de aquel Borbón con respecto a lo que ocurre en la actualidad. Hay un paralelismo exacto. Había una adulación exagerada, todos iban a reverenciar al Borbón. Todos menos Pérez Galdós, que cuando el Rey pidió conocerlo, respondió: “Si quiere conocerme, que venga a verme él”. Qué dignidad.
Cuando se muestran determinados episodios más turbios de la ciudad que uno ama… ¿Eso cuesta?
No, es como una historia de amor. Y al ser que amas le dices lo bueno y también lo crudo porque la crudeza, algunas veces, es una declaración de amor en sí misma. No deberíamos temer a eso porque vayamos a destrozar al otro; la sinceridad y la verdad son importantes. Y esta novela es una declaración de amor con todas sus consecuencias. Y lo cierto es que los santanderinos la han acogido muy bien.
Ese amor hacia su ciudad se refleja muy bien en los comienzos de los capítulos, en el estado de ánimo que envuelve a Santander, en lo meteorológico, con esas descripciones del viento, que mueve ánimos y espíritus.
Santander es la neblina, la bruma. Es agua y aire. Es viento, un viento que provoca suicidios. El viento sur, como la tramontana, vuelve loco a cualquiera, hace doler las cabezas, provoca irritabilidad y aumenta el número de suicidios. Y el estado de ánimo del clima es fundamental… Cuando en Santander transcurren tres semanas lloviendo, uno acaba hundido, esperando el sol, pero cuando éste llega también se echa de menos la lluvia… Es una continua contradicción.
¿Cómo vive usted Santander desde el “exilio elegido” de Madrid?
Yo soy feliz, muy feliz en Madrid. Aunque vuelvo mentalmente a Santander a cada rato y físicamente para estar con la familia y por la necesidad del mar. De hecho, estoy deseando ir a Santoña y quedarme en la playa, contemplando el Cantábrico y leer, pasear, estar con los amigos, comer pescado. Me quedo ensimismado mirando hacia la arena, de espaldas a todo, al resto de la Península. Miro al mar obsesivamente, me hago un café, me siento a escribir enfrente de la playa. Si llueve, miro el oleaje; si no, me baño. Pasé allí mi infancia y siento un gran enraizamiento con la tierra. ¡Pero me siento muy a gusto en Madrid! ¡Y eso es lo peor que le puedes decir a un santanderino, que te gusta Madrid! (Ríe a carcajadas) “¡Si allí no se puede parar!”, te responden. Y es que ésa es la esencia santanderina: pararse y observar.
¿Qué hay en la España actual de la que aparece en Ahogada en llamas?
Pues todo. Toda esa idea de la chapuza, de la impunidad, los restos del odio, las tensiones entre esas Españas tan ideales, ensimismadas, cerradas. Incluso, la manera de amar de los españoles, que reflejo en las cuatro grandes historias de amor del libro. Lo cierto es que queda todo.
Terminamos la charla hablando sobre el parquet del Palacio de la Magdalena y el olor que guardan sus paredes, el “mal de Stendhal” que te provoca la primera vez que subes sus escaleras. Ambos tenemos morriña de Santander. Le comento la extrañeza que he sentido al terminar Ahogada en llamas, la sensación de que determinados personajes de la obra, como Serafina, el ama de llaves de los Martín, una mujer dura, fuerte, tremenda, ya me eran conocidos. Hablamos de la gastronomía cántabra, del plato estrella de la novela: la tortilla de patatas, jugosa y bien pochada, y de la posibilidad de hacer una “ruta” por Santander, recorriendo los lugares del libro. Mientras Ruiz Mantilla sale del Comercial y pone rumbo a una de sus entrevistas, me quedo pensando en ese personaje oscuro e inquietante, el de Enrique Martín, el gran fracasado, el más humano de todos los que ha creado. Quizá la llovizna perpetua en la que quedó envuelto al final de la novela sea una condena para él. O tal vez no. Puede que la perspectiva de abrigarse la vida bajo los techos de una de las ciudades más bellas del Norte sea el “jaque mate” que él marcó al resto de su saga.