TAMBIÉN LOS CLASICISTAS


quieren beber
pero el agua se les escurre por entre los dedos.
Quieren tener fuego sin combustible y sin humo.
Se encierran en jaulas de pájaros
para poder cantar como ruiseñores.
Creen en un mármol eterno, sin musgo,
y vuelven a grabar por las viejas huellas de las planchas de cobre.
Erigen máscaras de piedra en lugar de rostros.
Su río de cristal no corre.
Su mundo es una pirámide construida por Dios de una vez para
siempre (con ayuda de esclavos, claro).
Cada amanecer matan sus flechas la misma presa.
Pan es una palabra prohibida.
Apenas se hereda la sangre en una minoría selecta.
Pero bajo el peso de la gloria los elegidos no son felices
sino trágicos.
Algunos son expulsados del grupo
por el crimen de haber hecho el amor en el mar.
Otros matan por un guante, por una rosa perdida.
Aman a los caballos como una parte de sí mismos,
más vivos entre sus piernas que mujer alguna.
Y la mujer muere en medio de sus deberes,
ama de casa con cabeza de reina y ojos de estatua,
con el corazón escondido en un árbol, una piedra negra
que  alguien encontrará después de su muerte.
El hombre vive en una torre  y mira las estrellas
hasta que cae dormido al alba
cuando los herreros empiezan a martillear las  nuevas rejas:
nuevas y sin embargo siempre las mismas,
clásicamente iguales.

Artur Lundkvist.

De Vida como hierba, 1954.

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