A David Mariné
Amadeo se dejó caer en cubierta. Las olas cantaban su nana en la madera. La noche era noche tranquila y negra, las luces chispeaban en el puerto de Los Guildivernos como tímidas y quietas luciérnagas. Cruzó las patas mirando a la luna y encendió su pipa, lloraba y bebía de su botellita a ráfagas cortas de imposibles alegrías y de cuando en cuando silbaba la vieja canción de pesca acompañada por el ruido de los carretes y los chapoteos de los peces. La noche era noche tranquila y negra.
De entre todas las olas, una mostraba su línea de espuma más de plata que las otras, y a poco de estallar en la barca se retiraba un tanto y luego volvía idéntica con la vergüenza intacta y descendiendo sinuosa por el reflejo lunar. Amadeo la advirtió enseguida entre las otras olas comunes y sacó la cabeza sobre estribor escrutando el agua con los ojos enrojecidos. Abrió la boca ampliamente y dejó aflorar un trocito de oscuro amadeo.
Vino aquella ola solitaria con su larga estela de sal a quedar quieta junto a la barca y Amadeo extendió un dedo tembloroso que se adentró en el océano a través de la espuma. La ola se arremolinó complacida en su mano dejando lágrimas de mar en el dorso, en la muñeca y en el antebrazo. Amadeo esperó así un instante largo en la mitad de la noche, aquella ola y él eran lo único vivo en la inmensidad de la madrugada. Llevó después su mano al rostro y respiró profundamente como una primera bocanada de superficie después de una eterna y angustiosa zambullida. Volvió a abrir la boca ampliamente para que esta vez aflorara en lugar de oscuros amadeos un sutil y luminoso siseo de oleaje. Luego aquella ola retrocedió despacio. Como un sueño ligero desapareció con el alba dejando al pescador convertido en caracola.
La noche era aurora tranquila y clara.