Una reflexión sobre el posmodernismo


Uno de los términos que más se repiten en el máster sobre Periodismo Cultural que estoy realizando es el de la posmodernidad. Se trata de un concepto amplio, desarrollado por autores como Foucault o Baudrillard, que abarca varias facetas del mundo contemporáneo y que ha suscitado tantos aplausos como críticas. En este artículo me propongo reflexionar acerca de las consecuencias que comporta en el arte de hoy. 

 El posmodernismo es muy diverso: lo único que tienen en común sus diferentes manifestaciones es que se alzan contra la modernidad. Defienden que el periodo idealista que esta encarnaba ha expirado. Ahora vivimos en un mundo en el que se nos han caído los mitos y todo es relativo. Afirma Vargas Llosa en su ensayo La civilización del espectáculoque “como ya no hay manera de saber qué cosa es cultura, todo lo es y ya nada lo es”. El escritor peruano reivindica el valor de la palabra frente a los pensadores posmodernos, que no conceden a la literatura capacidad para describir la existencia. También critica a Foucault porque ha defendido un mundo sin jerarquías de ningún tipo, tampoco culturales, en el que lo mismo vale Shakespeare que Ken Follet.

En mi opinión, la postura de Vargas Llosa es demasiado conservadora. Si el arte contemporáneo no nos impactara, si no tuviéramos dificultades para comprenderlo, no reflejaría la época confusa y compleja en que vivimos. Por ello no es una contradicción que entendamos mejor el arte clásico. Sus valores y su estética han sido asimilados a lo largo de los siglos y, aunque hayan quedado desfasados en parte, no nos cuesta identificarnos con ellos. Pero eso no significa que ciertas manifestaciones del arte de hoy no sean dignas de situarse junto a las grandes obras clásicas.

Ahora bien, la postura de los posmodernos es demasiado radical. La pérdida de las jerarquías termina por desvalorizar el concepto de cultura y asesta un golpe duro a la figura del creador. Son necesarios los autores brillantes y los autores mediocres para establecer diferencias entre el valor artístico de sus obras, cuyo mérito no puede reducirse a lo que señale la dictadura del mercado.

El ansia de progreso que caracterizó a la modernidad no ha desaparecido, aunque se deba adaptar a los nuevos tiempos. Quizá el arte en cincuenta años sea radicalmente distinto por la influencia de la tecnología. Quizá los seres humanos ordenen a robots que conformen obras hoy inimaginables. No me cabe duda de que el arte seguirá evolucionando y sorprendiéndonos.  Pero su punto de partida continúa siendo el mismo: el infinito deseo de libertad que inspira al ser humano. Las ficciones del arte nos permiten ser más libres que en la vida real, que es una prisión comparada con el paraíso que nos prometen nuestras fantasías. Por eso nunca se agotan, porque el hombre nunca se cansará de soñar. Y por eso creo que vale la pena acometer la creación de algo nuevo, o al menos actuar como si tal cosa no fuera imposible de antemano en estos tiempos que corren. El arte debe ser tan ambicioso hoy como lo ha sido siempre.

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