En este mismo blog, allá por el mes de abril, hablaba de la última novela de Javier Gutiérrez, Un buen chico, la cual me parecía de lo mejor que llevaba leído en el año. Esta apreciación la sigo manteniendo meses después y a punto de finiquitar el 2012, lo que tiene más mérito. En la pequeña nota comentaba una anécdota que me ocurrió con su anterior libro, que no es otro que este que paso a reseñar ahora.
Un hombre despierta en un hospital y no recuerda nada, tiene que construir su vida. Empezar de cero. Tratar de recordar. Poco a poco desgranando información, como en Un buen chico, descubrimos a tres personajes femeninos, un amigo, un accidente, una novela, un par de ciudades. ¿En qué orden? ¿Qué pasa primero? ¿Qué después? ¿Qué es real? ¿Qué forma parte de la ficción? Bueno, para eso está el lector. La escritura es cosa de dos, si un lector no tiene que participar activamente en la lectura esa obra, en gran parte, está condenada a desaparecer (o a convertirse en un best-seller, depende del caso).
Aparte de la continua ruptura espacio-tiempo, Javier Gutiérrez juega con el narrador. La primera persona, la voz íntima, se mezcla con la tercera aséptica, cinematográfica; aparece el narrador para decirnos que nos encontramos ante un cómic en blanco y negro, nos describe las viñetas; en un momento dado la segunda persona se apodera de la historia.
No está mal esto de leer a un autor de atrás hacia delante, es otra manera de ver la evolución que ha ido fraguándose como escritor. En este caso involución, en el sentido de que hay un salto de calidad entre esta obra y la última hasta la fecha. Bien es cierto que en esta novela ya se da la fragmentación como forma de construir la narración, el dar información con cuentagotas, aunque me parece más conseguido en Un buen chico. En cuanto pueda me acercaré a su ópera prima, Lección de vuelo.