Una advertencia: conviene que se abstengan de leer las siguientes líneas quienes no hayan visto la película.
Estamos ante una de las obras más insólitas, originales, perturbadoras y extraterrestres de la temporada (en conexión con Cosmópolis, partiendo del elemento común de la limusina blanca como vehículo en el que los protagonistas recorren las ciudades: París o Nueva York). A ratos parece una tomadura de pelo, y sólo cuando llega al final y el espectador le da vueltas en su cabeza, la analiza con calma y advierte sus diversas lecturas, sólo entonces advierte la esencia de lo que ha visto; la otra opción es ir a ver Lo imposible, que no requiere reflexiones, y salir de la sala igual que uno entró.
Sigamos. Al principio de Holy Motors vemos a un hombre que se levanta de la cama, recorre su cuarto y abre una puerta oculta. Al otro lado hay un pasillo y, tras el pasillo, la tribuna de un cine. Abajo, en el patio de butacas, el público llena la sala, permanece atónito, inmóvil, ante lo que ve en pantalla. El hombre es el propio director, Leos Carax, con toda una declaración de intenciones: su vida es el cine, como él mismo ha afirmado en algunas entrevistas. Por eso ya ve la vida como si fuera una película, y el mundo como si fuera un inmenso plató de rodaje en la que los actores van interpretando personajes de historias episódicas. Este inicio ya me atrapó, y os explico la principal razón: de niño viví en el piso construido dentro del cine de mis abuelos; la casa estaba situada detrás de la fachada principal, encima del vestíbulo y la taquilla, debajo de la cabina de proyección y detrás de la tribuna. Por ese motivo yo podía hacer lo que Leos Carax hace al principio: levantarme en pijama, abrir la puerta, dar unos pasos, subir una escalera y aparecer en tribuna. Desde mi cama se escuchaban dos ruidos, uno cercano (el ruido de las máquinas de la cabina) y otro lejano (la banda sonora de la película). De hecho, dicen que a veces recorrí ese tramo en pijama, sonámbulo. El cine marca. Y a mí esa convivencia diaria con el cine me marcó para siempre. Es como si Carax me hubiera retratado.
Lo siguiente que vemos es una especie de mansión en las afueras. Un tipo de pelo blanco, traje y maletín (Denis Lavant, excepcional en todos los papeles), sale del edificio y entra en una limusina con chófer. En la primera parada, a orillas del Sena, el hombre sale disfrazado de mendiga y se pone a pedir en la calle. Carax nos ha vuelto a despistar: ahora creemos que, como en El adversario, el protagonista tiene una doble vida y se gana el jornal pidiendo limosna. En la siguiente parada sale embutido en uno de esos trajes que se utilizan para rodar películas como Tron, Avatar o La amenaza fantasma: esos rodajes en los que hay actores en salas desnudas, actuando para las cámaras para obtener planos a los que luego los informáticos se encargarán de añadir los efectos, los decorados digitales y demás. Entonces comprendemos que no es una doble vida, sino que el hombre es actor. Sin embargo, en las siguientes paradas el actor va retorciendo aún más el juego. El primer punto de quiebra es cuando se disfraza de Merde, un vagabundo loco que aterra a la gente del cementerio mientras devora flores y rapta a una modelo. Holy Motors es un filme pleno de detalles mínimos, y en el cementerio encontramos uno de los más celebrados: en las lápidas ya no hay nombres ni fechas, sólo la leyenda “Visitez mon site” (Visite mi web) y la dirección de la web del muerto.
El siguiente punto de quiebra, con el que nos despistamos aún más, es la muerte de un hombre. Una vez pasada esa secuencia, un personaje secundario (aparición especial de Michel Piccoli) nos aclara lo que sucede: ahora las cámaras son tan diminutas que no se ven, y los actores las extrañan, y ruedan así las películas, acudiendo solos en limusinas que hacen las veces de vehículo y de camerino. Esas vidas, un poco tristes y solitarias, son la metáfora de la rutina de los actores: seres metidos en diversos personajes, viviendo vidas pasajeras, cambiando una y otra vez de cara y de identidad, hasta casi perder la cordura.
Pero Holy Motors, plagada de poesía visual y con homenajes a Franju y Los ojos sin rostro, no se queda ahí: sus lecturas son múltiples. Holy Motors es la mirada de Leos Carax, que ve el mundo como una plató de cine. Holy Motors es la metáfora de la rutina de los actores. Holy Motors se inventa una especie de futuro falso en el que todo es mentira, como en El show de Truman, y en el que casi todos son cómplices del engaño. Holy Motors es una película dentro de otra película dentro de otra película. Holy Motors juega al despiste y a la provocación, a que uno no sepa (dentro del filme que ve Carax en el cine) qué es real y que es rodaje… Como en aquella célebre máxima utilizada por Burroughs: Nada es cierto. Todo está permitido.