Holy Motors es desde ya una película de referencia, de esas que llaman ‘de culto’ aquellos que entienden que el arte es la única religión posible y deseable. Las imágenes de esta película ya descansan impresas en mi ADN cultural, como las de La Naranja Mecánica o In the mood for love o 2001: una odisea del espacio. La película va de una sucesión de performances solitarias o compartidas, ejecutadas por una especie de actor que se mueve en limusina, de pequeñas obras de teatro que parecen hacerse cargo de las emociones y las fantasías que ya no es capaz de proveer una agónica realidad.
La plasticidad de las imágenes es asombrosa. A esta peli le sobra el 3D, lo lleva inscrito en el encuadre y en la fotografía y en la pulsión brutal que se agazapa detrás de cada plano. La realidad insiste en una huelga de acontecimientos y solo el arte puede insuflarle algo de intensidad. Un banquero desea que lo maten, una hija que su padre la abronque, una modelo de belleza perfecta ser raptada por un monstruo que come flores y billetes de curso legal. Las calles necesitan a su tullido que nos despierte la catarsis necesaria para llegar contentos al trabajo. Holy Motors dispara con bala. En un mundo anodino las emociones viajan en limusina, la representación ha ocupado definitivamente el lugar de la acción. Le faltó tan solo a Leos Carax hacer fingir a su personaje una revolución.