He conservado unas pocas imágenes más de Vladimir Nabokov en Berlín, como extrañas escenas extraídas de una película muda.
Trató de trabajar en un banco, pero no duró más que tres horas. Daba clases particulares de francés, inglés y ruso, sin pasarse jamás ni un minuto del tiempo estipulado. Escribió una gramática rusa. El primer ejercicio decía: Madam, ya doktor; vot banan (“Señora, soy el doctor; he aquí una banana”). Enseñó tenis y boxeo. Era bien parecido y delgado. Trabajó como extra anónimo en un film alemán. Firmaba sus artículos como Sirin. En las maletas ponía “Volodya”. Revisó Invitado a una decapitación con tinta violeta. Cuando escribía, no leía ningún periódico, sólo libros. Pero no compraba ninguno: los leía de pie en las librerías. Vio a Kafka en un tranvía (o eso es lo que creyó años más tarde, cuando por casualidad topó con una foto de “esos ojos tan extraordinarios”). Era pobre, muy pobre.
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Al desatarse la guerra en la frontera este, en mayo de 1940, la familia escapó gracias a las diligencias de una organización de ayuda a los judíos, unos pocos días antes de que los tanques alemanes entraran en la capital francesa. Vladimir Nabokov había dejado documentos, dos manuscritos y una espléndida colección de mariposas europeas en un sótano que los alemanes desvalijaron después de su partida. Sus páginas, desparramadas en la acera, se salvaron de la destrucción por obra de una mujer judía cuyo tío, íntimo amigo de los Nabokov, moriría en un campo de concentración. Tres semanas más tarde redujeron a cenizas el edificio entero.
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Por fortuna, otros consideraban que su inglés era realmente bueno.
Cuando apareció la primera versión de Habla, memoria, titulada Conclusive evidence (Prueba definitiva), el crítico Morris Bishop le escribió a su amigo Vladimir Nabokov: “Algunas de tus frases son tan buenas que casi me provocan una erección. Y, como sabes, a mi edad eso no es nada fácil”.
[Traducción de Susana Rodríguez-Vida]