Se levantó espoleado por la insistencia del despertador de su móvil. Se duchó, se recortó los pelos de la barba sin apenas fijarse en su rostro, se vistió con traje y corbata, descendió al garaje y condujo su Mercedes negro hasta el rascacielos sede de la empresa de telecomunicaciones en la que se desempeñaba como ejecutivo. Al llegar allí se sorprendió de que sus subordinados no le saludaran, pero no le dio importancia. Estaba de buen humor por motivos de negocios. Según sus previsiones las perspectivas de beneficio económico eran grandes y, sobre todo, cabía la posibilidad de que ascendiese a un puesto todavía más alto en la organización. A esa meta dirigía todos sus esfuerzos: las orejas se le agigantaban en cuanto oía la palabra dinero y sus ojos refulgían frente a los billetes.
Llegó a su despacho, se sentó en una butaca y encendió el ordenador. Casi no pudo creer lo que vio en la pantalla: su nombre, normalmente escrito en la página inicial con letras mayúsculas, había desaparecido. Llamó a su secretaria presionando un botón. Enseguida llegó una mujer de unos cuarenta años con el pelo sujeto a un moño metálico, gafas cuadradas y facciones angulosas. Era la única persona dentro de la empresa (al margen de aquellas que podían amenazar su posición) cuyo nombre y rostro conocía. La secretaria torció la boca y estiró hacia arriba sus cejas en cuanto observó a un desconocido instalado en el despacho de su superior.
–¿Quién es usted? ¿Qué está haciendo aquí?
El ejecutivo no solía dar explicaciones sin pedirlas primero.
–Eso es más estúpido que preguntarle a un bebé qué hace en la cuna. Me he dado cuenta de que alguien ha tocado mi ordenador. Mi nombre no aparece. ¿Acaso ha sido usted quien lo ha suprimido?
–Oiga, mi jefe va a llegar en cualquier momento. Tiene que irse de inmediato o me veré obligada a…
–¡Silencio! ¡Silencio y aire! ¡Largo de aquí!
La secretaria giró sobre sus talones y se marchó impulsándose en largas zancadas. El ejecutivo apuntó en una hoja el apellido de la empleada para no olvidar que debía despedirla antes de finalizar el día. Reescribió su nombre en el ordenador y se conectó a internet con intención de examinar las noticias económicas. Antes de que tuviera tiempo dos hombres fornidos entraron en el despacho y, siguiendo las instrucciones de la secretaria, lo agarraron por los hombros y lo empujaron fuera.
–¡Me quedaré con sus caras! ¡Averiguaré sus nombres! ¡Y olvídense del finiquito! —gritó rabioso.
Los guardias de seguridad, por toda respuesta, lo sujetaron con más energía y lo expulsaron con mayor rapidez del edificio. El ejecutivo se nubló bajo el cielo despejado. De su cara se deslizaban gotas de sudor, su traje se había arrugado y todavía jadeaba improperios desde el otro lado de la puerta. Al menos los guardias tuvieron la cortesía de devolverle su maleta arrojándosela sobre el pecho.
Intentó serenarse y analizar la situación. Era evidente que algún enemigo en la dirección de la empresa, temeroso de su plausible oportunidad de ascenso, había convencido al principal propietario de que lo destituyese. Extrajo de la maleta su teléfono móvil (o quizá se trataba de un ordenador de bolsillo) y llamó al dueño. Este le respondió con gruñidos y mal humor, probablemente desde la cama. Por más que trató de identificarse aportando datos confidenciales no logró que le reconociera. Iba a despedirse con educada sumisión cuando un pitido le reveló el fin del diálogo.
En tal estado de cosas decidió lo inaudito, esto es, retornar a casa y tomarse el día libre (o al menos la mañana libre, pues confiaba en recobrar lo antes posible la comunicación con el propietario). Recuperó su Mercedes –del que solía decir que solo le faltaba la corbata para ser tan elegante como él– y deshizo el trayecto mientras escuchaba música de Vivaldi. Lo aparcó en su plaza de garaje preciándose de la exactitud de sus maniobras, tomó el ascensor hasta el octavo piso y abrió la puerta de casa. Al introducirse en el espacioso salón resonaba todavía en su mente la bella melodía invernal del compositor italiano. Pero pronto le alertaron unos gemidos provenientes de la habitación de su hijo y, posteriormente, unos cuchicheos y un sonido como de arrastre.
Giró el pomo sin molestarse en llamar. Un joven de unos veinte años yacía descamisado en la cama con las sábanas más revueltas que su melena oscura. Un tanga rojo asomaba bajo la silla del escritorio.
–¡Hijo! ¿Qué haces aquí? ¿Qué haces así? ¿Qué es eso que…?
Sus preguntas se interrumpieron al impacto de un puñetazo en la nariz. Después de derribarle el chico le arrastró por el suelo, le quitó las llaves y la maleta y se dispuso a desembarazarse de él sin contemplaciones. Trató de dirigirle la palabra otra vez, pero una patada en la cabeza le arrebató el conocimiento.
Cuando lo recuperó no recordaba muy bien quién era. Tenía el cuerpo dolorido, unas gotas de sangre coloreaban el cuello de su camisa y no comprendía qué estaba haciendo en la calle, cerca de su domicilio pero fuera. Rebuscó en los bolsillos de la chaqueta para asegurarse de que la cartera seguía en su sitio. Suspiró con alivio y acurrucó en la palma de su mano los seis billetes, de cuantías entre diez y cincuenta euros; calculó que podía almorzar un bocadillo.
Entró en uno de esos locales futboleros que languidecen entre partido y partido. En un rincón dos viejos sorbían sus cervezas. Otro de su quinta le saludó tras la barra con una voz ronca de fumador incorregible. Un tanto incómodo por la inmundicia de las paredes y la desnudez decorativa, pidió lo más barato y se escabulló hacia el servicio. Le preocupaba la remota posibilidad de tropezar con un conocido en un lugar de tan poca clase.
El jabón se había terminado, así que tuvo que higienizarse solo con agua. Después de secarse levantó un momento la vista hacia el cristal sucio y agrietado del espejo, fijándose en sí mismo por primera vez en todo el día. Un trozo de carne amoratada le devolvió una mirada de asco. Su primer impulso fue darse la vuelta con brusquedad, temeroso de que un desconocido le atacara. Al cerciorarse que no había nadie más se tornó poco a poco hacia el espejo. Observó con mayor detenimiento sus facciones, el color de sus ojos y la forma de su nariz, sin que ninguno de sus rasgos le resultasen familiares en absoluto. Entonces se fijó en la elegante chaqueta –intacta a pesar de todo– y acarició la corbata roja que pendía del cuello de la camisa. Ante el contacto de la seda se ablandó la expresión de su rostro y pudo, al fin, reconocer su retrato (pues no le parecía sino eso, una interpretación o, peor, una imitación inexacta de su figura).
Recordó la desastrosa jornada laboral y la paliza que le había propinado su hijo. Contuvo el impulso de resquebrajar la superficie del espejo y salió dando un portazo. A dentelladas devoró su bocadillo y a disgusto lo pagó, mostrándose más preciso en lo segundo que en lo primero, pues parte del lomo se le desgajó del pan y manchó su traje. Cada vez más irritado, se alejó del bar con el firme propósito de no regresar nunca a un sitio así. Emprendió el camino de vuelta a su hogar. Comprobó que le faltaban las llaves, así que llamó cinco veces al timbre. Le respondió una exclamativa voz de falsete:
–Convertidor de billetes, ¡dígame!
–¿Convertidor? ¿Qué dice? ¿Se refiere a…? ¿Es usted un falsificador de…?
–¡No, señor! Yo me dedico a convertirlo en un billete, si a usted le parece bien, claro está.
–¿Qué furiosa estupidez es esa? Tengo mucho dinero pero soy un ser humano, y por tanto no puedo ser un billete.
–¿Tiene mucho dinero? ¡Entonces es obvio que me he explicado mal, señor! Me refiero a que puedo imprimir su rostro en los billetes que utilice. Si a la gente le gustan, pronto se hará famoso y su cara se conocerá en todo el mundo. Si quiere más detalles suba, por favor. Se los daré con gusto.
El desconocido le abrió. Puesto que la voz provenía del número correspondiente a su casa, supuso que su familia estaba sufriendo una broma. Al llegar a la puerta experimentó un acceso de inquietud. La figura tallada en verde de un euro gigante atravesaba la madera; la parte inferior del símbolo la remataba el timbre. Iba a marcharse, convencido de que se hallaba en una confusión, cuando se abrió la puerta. Le recibió un tipo sonriente de unos treinta y pocos años, larguirucho como un rascacielos y con el pelo teñido de verde. Portaba una camiseta en la que dos símbolos del euro se entrelazaban.
–¡Buenas tardes, señor! ¡Tiene usted un aspecto magnífico! ¿Quiere pasar y convertir su cara en un bien invalorable?
Pese a los reparos que semejante espécimen le causó al instante hubo algo (tal vez un tintineo en el cerebro, una excitación de la curiosidad o el deseo de relajarse un rato en medio de un día tan conflictivo) que le impulsó a entrar. El desconocido le acompañó hasta el salón, que más bien parecía un puzle gigantesco o un mural inacabado de billetes con el tamaño de alfombras. Pegados como carteles en la pared, se destacaban en ellos las figuras de personas irreconocibles, pero todas muy orgullosas de convertirse en el rostro del dinero. El anfitrión lo invitó a sentarse en un sofá de piel (verde, por supuesto) y se colocó enfrente en una silla mientras señalaba con las manos en todas direcciones.
–Como puede ver, soy capaz de imprimir su faz varias veces en el mismo billete, incluso por las dos caras si lo desea (le hago descuento en ese caso). Desde que no tenemos Constitución ni Comunidad Europea se ha decretado la libre maquetación. Existe una puja entre los hombres poderosos para imponer el billete dominante. Aunque han pasado por mi puerta empresarios y políticos poseedores de nobles fortunas, todavía cabe la posibilidad de que su imagen resulte más pegadiza, o pagadiza si me permite la broma. Por cierto, ¿cuál es su nombre?
El ejecutivo miró de reojo el tupé que coronaba el pelo del singular comerciante. Observó que trataba de imitar el símbolo del euro, si bien la parte superior de la C había aplastado el conjunto convirtiéndolo en una mezcla de montaña y ensaladilla rusa.
–No sé si lo entiendo muy bien. ¿Comercia con dinero o con caras?
–¡Con ambas cosas! Es ahí donde radica la novedad. Yo pongo su rostro en los billetes que me pague. Después compra con ellos y se multiplica el flujo. Como no le noto muy decidido le contaré un secreto. El zoológico no ha sido explotado todavía. ¡Siguen arreglándoselas con el dinero vulgar! Usted podría convertirse en el capo de la zona.
El comerciante sacó de debajo de su camisa verde (todo en él era verde, salvo la piel pálida y los ojos azules) un folleto titulado “Construya el billete de sus sueños”. Comenzó a pasar hojas ante la mirada alucinada del ejecutivo y a explicarle los modelos que conjuntarían mejor.
–Con su faz redonda quedaría muy lucido en los viejos billetes de cincuenta. Podría ajustarla a ese arco de medio punto e instalar su barbilla rozando la Península Ibérica. Sí, creo que sería una buena solución. El resultado final recordaría al de aquel señor del fondo, pero más equilibrado porque usted tiene la cara verdaderamente redonda.
La expresión del ejecutivo se dulcificó. Sus orejas se extendieron como radares y sus ojos se agrandaron ante cada gesto del encantador, que no paraba de sonreír y agasajarle en su justa medida. Realizó un par de preguntas sobre el sistema técnico que en verdad no le interesaban, solo para visualizar en su mente la imagen ensalzada de su rostro reluciendo al brillo mágico de los billetes.
–¿Cuánto cuesta ese modelo de ahí?
–Señor, con todo respeto debo suponer que no me ha escuchado con atención. El precio lo pone usted. Yo solo le cobro la mano de obra. Pero cuanto más adquiera más cosas podrá comprar y más rápido se extenderá su billete por todas partes. Imagínese a un pueblo entero de raíces ancestrales arrodillado ante su escultura, donándole sacrificios y pagando los impuestos que decida merecer. Imagínese a los grandes empresarios y políticos del mundo discutiendo y peleando por un pedazo de su cara. Imagínese el poder absoluto que este papel puede proporcionarle: se quedará corto.
El hipnotizador sacó un billete del bolsillo y lo estiró delante de sus ojos. El ejecutivo lo devoró con la mirada y después desvió sus sentidos hacia las paredes que abanicaban sus anhelos. Deslumbrado por las posibilidades que ante él se abrían, vació la cartera hasta el último céntimo y prometió volver con más, mucho más, todo lo que tuviera, dispuesto a intercambiar billetes mediocres por los personales e intransferibles que se le brindaban.
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